La Policía reveló ayer la identidad del asesino que la víspera entró en la Universidad Politécnica de Virginia, en EEUU, y dio muerte a 32 personas antes de suicidarse: Cho Seung Hui, 23 años, surcoreano y estudiante del centro. El perfil de las personas que cometen asesinatos indiscriminados raramente explica la causa de la tragedia. Hasta el pasado domingo, seguramente Cho era un estudiante más, quizá retraído, solitario han dicho algunos, pasando por un mal momento, es decir, como millones de adolescentes en todo el mundo. Como en tantas otras matanzas, la explicación no está tanto en la psicología desviada del asesino como en la facilidad con la que éste pudo hacerse con dos armas de fuego.
Seguramente la tragedia de Virginia reabrirá el debate sobre la laxitud de las leyes estadounidenses respecto a la tenencia de armas, pero no por mucho tiempo. De hecho, resulta pasmoso constatar cómo la conmoción ayer en aquel país no respondía tanto a la ocurrencia de un crimen tan absurdo como al hecho de que en éste se haya batido el récord de víctimas. Parece que en buena medida la sociedad estadounidense ha asumido que periódicamente ha de padecer este tipo de tragedias y sólo el número de muertos es ya motivo de impacto. Desde luego, las palabras de Bush tras la masacre no fueron muy diferentes de las que podría haber utilizado para lamentarse por una catástrofe natural.
¿Por qué un país que ha reaccionado con tanta decisión las escasas veces que el terrorismo exterior lo ha golpeado deja que este terror interno y cotidiano siga segando más vidas y responde sólo con el duelo? ¿Por qué los atentados del 11-S permitieron justificar el recorte de libertades civiles mientras que cada vez que se intenta endurecer las leyes para la tenencia de armas se evoca como sacrosanta una enmienda constitucional del siglo XVIII?
Asumiendo que cualquiera que lo desee tiene derecho a comprar un arma, las autoridades han decidido trasladar el peso de la protección a las escuelas y universidades, invitándolas a poner más arcos detectores y más vigilancia en las aulas. En el caso de Virginia, la Policía tendrá que dar una explicación más convincente de por qué asumió que el asesinato de dos estudiantes a las 07.15 era el fin de la historia y que el asesino había dejado el campus y el Estado, desperdiciando las dos horas que mediaron antes de que matara a otras 30 personas. En cada caso -Columbine, la escuela amish, etc.- seguramente podría haberse hecho algo de diferente manera. Pero eso no puede ocultar el nexo común que une a todas estas matanzas y que convierte a personas violentas -las que alberga cualquier sociedad- en asesinos en masa.
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