Miércoles, 18 de abril de 2007. Año: XVIII. Numero: 6331.
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 TOROS
SEVILLA, FERIA DE ABRIL
Fulgores de Cruz y Díaz en la negrura
JAVIER VILLAN. Enviado especial

Cebada Gago / Díaz, Robleño y Cruz.

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Seis toros de Cebada Gago, terciados, con genio malo y limpios de pitones. Absolutamente descastados y, en general, con peligro. Algunos blandearon y rozaron la invalidez. El sexto, el menos malo y más toreable.

Curro Díaz: ovación (estocada) y ovación que recoge desde el tercio (gran estocada). Fernando Robleño: silencio (dos pinchazos, bajonazo y descabello) y silencio (pinchazo y el toro se echa). Fernando Cruz: silencio (pinchazo y estocada defectuosa) y vuelta al ruedo (pinchazo y estocada).

Plaza de La Maestranza, sexta de abono, tres cuartos en tarde agradable.

SEVILLA.- Los toros de Cebada Gago, los bonitos cebaditas que tantas tardes de emoción han dado por los ruedos de Iberia, pegaron ayer un petardo clamoroso; la emoción, si es que había alguna, era la sombría e incierta posibilidad de una cornada. Toros justos de presencia, algunos muy agresivos de pitones, sin casta y no excesivamente sobrados de fuerzas. Con este material de desecho y matadero los diestros bastante hicieron con salir de la plaza por su propio pie y después de haber plantado cara, con mejor o peor fortuna -mas con incuestionable vergüenza torera- a tanta adversidad. Incluso hubo muletazos de enorme relieve por parte de Curro Díaz y la expresión, en el sexto, de un sentido puro del toreo por parte de Fernando Cruz.

El madrileño tiene una idea del toreo como un todo geométrico y estructural que presta importancia a casi todo lo que hace. Momentos fulgurantes que agradeció el personal y que no se merecía la abrupta vulgaridad de los cebadas.

Hace unos años, Curro Díaz dio unos muletazos en Madrid que hicieron crujir los fundamentos de Las Ventas del Espíritu Santo. Tuvo en aquella circunstancia sus instantes de gloria inmarchitable, esos que, al decir de sabios y filósofos, todos tenemos derecho en esta vida. No sé si Curro Díaz ha vuelto a repetir aquel fulgor que le dio oxígeno y aureola a su carrera; pero aquellos instantes perviven en la memoria de los mejores aficionados y supongo que en la del torero también.

Ayer, sin muletazos sublimes, demostró en el que abría plaza lo que es un torero valiente. El cebadita disparaba su artillería en todas las direcciones y Curro Díaz se salvaba de tarascadas insidiosas sin perder el ánimo ni descomponer el gesto. El cebadita apuntaba unas veces al corbatín, otras a la femoral y otras, con el punto de mira descoordinado, apuntaba adonde saliera. Este rifirrafe anunció lo que iba a ser toda la corrida de Cebada Gago: toros con mucho genio, ásperos y con la cabeza a la altura del tejadillo árabe de La Maestranza. Ni siquiera Fernando Robleño, curtido en duras batallas, logró imponerse al segundo y al quinto, un poco menos celéricos aunque de parecida aspereza.

Cómo serían de malajes, que hasta el anovillado tercero, el más cómodo de cabeza, falto de fuerzas y sobrado de mala leche, tenía las ideas negras y quería llevarse por delante a Fernando Cruz; sólo que las fuerzas no alcanzaban donde quería su voluntad y, cuando tenía a tiro al torero, le fallaban las manos, le daba el esparaván y rodaba por los suelos sin poder alcanzar el objetivo.

Los toros de Cebada Gago manifestaban una impúdica y obscena afición por la anatomía de los toreros más que por la muleta y los capotes. Cuando se olvidaban de la querencia a la dehesa y a la huida, tornillazo al canto. El anovillado tercero midió el suelo infinidad de veces y si no se derrumbaba por su propia inercia, lo hacía de susto o prevención antes de iniciar el viaje. En el cuarto, de preciosa capa sarda, fugitivo y sin norte Curro Díaz recordó en algunos momentos la exquisita torería de aquellos lejanos muletazos ya aludidos de Las Ventas.

Dentro de la tormenta de tornillazos, parones y coladas, dos tandas de redondos y algunos naturales sueltos fueron como iluminaciones, como joyas en un estercolero. Paco Peña bregó a destajo sin lograr fijar una arriscada embestida sin orden ni concierto. Murió el sardo en toriles, pegado a las tablas, y en un arreón de manso, que ratificaba su mala raza, por poco desgracia al puntillero.

El festejo llevaba un ritmo no digamos vertiginoso, pero sí bastante fluido y normal. Eso era lo mejor de la tarde. Se alejaban los fantasmas del día anterior, la sombría amenaza de casi tres horas de tediosa duración. ¿Se imaginan ustedes lo que pueden ser casi tres horas de cebadagagos como los que se lidiaron ayer en La Maestranza?: un suplicio para aficionados, toreros, mediopensionistas, jóvenes, viejos, curas y militares.

Cuando saltó al albero el quinto eran las ocho menos diez y eso, de por sí, suponía un alivio y una liberación; mejor que se hubiera quedado en chiqueros. Y mejor, todavía, que no hubiera salido de la dehesa que es donde debiera haberse quedado toda la corrida de ayer como paso previo al matadero. Robleño no supo por dónde meterle mano, entre otras cosas porque no había resquicio ni hendidura por la que hincarle el diente; se echó tres veces en una clamorosa demostración de falta de casta, de negación de lo que debe ser un toro de lidia. Toda la corrida fue un siniestro catálogo de radical ausencia de casta brava.

Menos mal que, ya en las postrimerías, Fernando Cruz demostró por qué los aficionados empiezan a poner en él sus complacencias. Muletazos de enorme calidad por la derecha y por la izquierda; muletazos perfectos de colocación, de cite y de remate. Y, como en los lances a la verónica, había bajado los brazos, y sujetado la inicial agresividad de sus toros, aquello supo a fiesta y a celebración.

Sonó la música y con justicia; pero el toro, a medida que transcurría la faena y se afirmaba el dominio de Fernando Cruz, cantó su condición de manso irrefutable. Pese a la muleta del torero fue fiel al signo de sus hermanos, en un encomiable gesto de solidaridad.

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