ORFEO SUAREZ
Invocar a Diego Maradona tras cada acción de genio en un potrero o un estadio, y más si dejaba una estela albiceleste, se había convertido en una mala costumbre, producto, posiblemente, de la necesidad de encontrar un nuevo profeta para esta religión sin dios que es el fútbol. Ayer, después de mucha comparación gratuita, nombrar a Diego estaba justificado, porque el destino quiso unir el rastro que dejó en México con el que un Messi ungido de su fe tomó en el Camp Nou, aunque delante no estuviera una selección de las grandes como entonces, pero sí un buen equipo de Primera.
Fue el segundo gol de Maradona, después de que la Mano de Dios bendijera el primero, en una tarde que elevó al jugador hasta el altar popular argentino donde ya reposaban Carlos Gardel o Evita. Donde antes se decía sos Gardel, desde entonces se diría también sos Maradona, el futbolista que había levantado la autoestima de un país golpeado por la dictadura y la Guerra de la Malvinas.
Desde su retirada, y mientras tienta a un destino trágico como el que tuvieron Gardel y Evita, Argentina ha querido ver su reencarnación, su alter ego, detrás de cada gambeta, de cada caño, de cada trazo excepcional, fuera del burrito Ortega, Saviola, Aimar, el muñeco Gallardo o el inclasificable Tévez, acostumbrados a venerar la imagen de una leyenda que degenera, salvo para quienes quieren más a la pelota que a la propia vida. Como Diego. Ninguno de los aspirantes, sin embargo, había hecho nada semejante a Messi. Tomó el balón en el mismo lugar y se fue directo. En el Barcelona le habían pedido pausa por esa frenética manera de irse hacia puerta, sin mirar a los demás. Pero entre tanto cálculo y especulación, bendita sea esa fe de poseso y bendito sea el dios de este púber genio, aún mortal.
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