RUBÉN AMON. Enviado especial
TOULON.-
Alain S., de 55 años, se ha reciclado como taxista en las calles de Toulon. Antes trabajaba de sol a sol en los astilleros estatales, pero la reconversión industrial de los años 80 dio lugar a una maniobra de despidos prematuros que agitó los recelos proletarios del sistema francés.
De otro modo no se explica que el Frente Nacional (FN) conquistara la Alcaldía de la ciudad (170.000 habitantes) en los comicios de 1995. El quejido nacionalista y xenófobo había destronado el anacronismo de los partidos comunistas y trotskistas, aunque la alianza de la clase trabajadora y la extrema derecha está relacionada con el aburguesamiento del socialismo oficial y funcionarial.
Bien lo sabe Lionel Jospin, humillado en los comicios presidenciales de 2002 después de haber desperdiciado cinco años de Gobierno y menospreciado el peso de los obreros franceses. François Mitterrand fue mucho más pragmático y cínico en las fábricas cuando hubo de revalidar mandato. También lo hizo Jacques Chirac en 1995, apropiándose de la fractura social que había teorizado el sociólogo Emmanuel Todd.
Ahora toca a Ségolène Royal convencer a los obreros. No va a resultarle fácil sobrepasar el crédito de Le Pen -un 27% de la franja trabajadora se dice votante del FN-, pero los estibadores y los currantes del puerto de Toulon admiten un margen de curiosidad a favor de la candidata socialista.
Les han gustado las críticas de Royal a la banca y a las multinacionales que se deslocalizan. Han agradecido el compromiso de elevar el salario mínimo a 1.500 euros. Incluso han apreciado que la aspirante al Elíseo se avenga a interpretar la Marsellesa y recomiende a sus compatriotas colocar una bandera tricolor en cada balcón. Las cuestiones de identificación patriótica pesan como las bombas en Toulon, porque la ciudad francesa aloja el principal puerto militar de Francia. Es aquí donde descansa el mítico portaaviones Charles de Gaulle. También donde se esconden los submarinos nucleares y donde trabajan millares de marines.
«Ségolène Royal me es simpática y antipática al mismo tiempo», explicaba ayer un oficial anónimo en la terraza de la brasserie Le Soleil. «Me gusta porque es hija y nieta de militares. Me interesa su forma de hablar de la disciplina. Pero la veo un poco roja para votarla. Ya manda en casa mi mujer como para que encima me mande una presidenta en Francia», jalea el militar, mientras sus colegas prorrumpen jerárquicamente en una carcajada.
Toulon es un disparate urbanístico. Los bloques de edificios erigidos en las posguerras (la Mundial y la de Argelia) han sustraído el mar a la mirada de los vecinos, aunque también custodian el barrio de Chicago, cuyos antros y callejuelas disimulan la prostitución y clubes nocturnos. Los trabajadores rasos de Toulon no quieren votar a Sarkozy, porque temen una dentellada del liberalismo y porque desconfían del propósito de moralizar el capitalismo. Tampoco les convence Bayrou, cuyo proyecto económico destaca prioritariamente los intereses de la pequeña y mediana empresa. Les atrae como un imán el programa de Buffet (Partido Comunista) y Besancenot (Liga Comunista Revolucionaria), pero lo han subordinado a la carta de los Reyes Magos, porque el empleo fijo obligatorio, las 32 horas semanales, las jubilaciones modelo Suiza y el éxtasis proletario delimitan una entelequia.
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