Viernes, 20 de abril de 2007. Año: XVIII. Numero: 6333.
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El que de pequeño respeta la bandera, sabrá defenderla cuando sea mayor (Edmundo D'Amicis)
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Más allá del despacho
DAVID GISTAU

A Rajoy le ocurrió en el plató lo que a Moctezuma en el balcón de palacio, que según asomó para dejarse amar por su pueblo lo descalabró una pedrada. Sin concesión alguna a los minutos de tanteo, las cuatro primeras preguntas fueron una lapidación de alto contenido político, así, para romper el hielo, que parecía pensada para que durante el resto de la noche Rajoy no lograra relajarse ni alcanzar un tono campechano con el que pudiera demostrar que se traía aprendida de memoria la lista de precios del bar de la esquina. En esa primera andanada que le enfrentó nada más empezar a la crispación, Irak, los aguiluchos y el 11-M, Rajoy pareció más pendiente de encontrar la salida de emergencia que de gustar. Lo indicaba hasta el lenguaje corporal, pues se atrincheró detrás del atril como si acercarse a las filas de público fuera tan peligroso como meter la mano en la jaula del tigre. Es famosa la escena de Lo que queda del día en que un grupo de notables victorianos, mientras se pasa la botella de oporto, decide refutar la democracia planteando al mayordomo preguntas para las que éste no tiene respuesta y de las que sale humillado. Las cuatro primeras preguntas parecían concebidas para vengar al mayordomo, y recordaron aquel chiste recurrente de Forges durante la Transición en que un grupo de ciudadanos hacía cola para desahogarse delante de un maniquí que representaba a un político.

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Lo que vacía de contenido este formato que pretende sustituir con naturalidad el lenguaje formal de los periodistas profesionales es que los ciudadanos se envaran y acaban imitando a los tertulianos. A esto hubo ayer pocas excepciones, si acaso esa Violeta abrumada por lo poco que le deja la pensión para llegar a fin de mes y que, con una espontaneidad de las de decir que el rey está desnudo, descolocó a Rajoy cuando le preguntó «lo que usted gana». Aun así, al político se le hace muy difícil abandonar el tono parlamentario e incluso bajar la guardia para ofrecerse desde una perspectiva distinta, más íntima, más humana. Y más cuando se trata de Rajoy, a quien la simpatía le supone un esfuerzo y le queda impostada, y que es prisionero de ese corsé flemático que permitió a Julio Camba definir a los ingleses como personas que se divertían sin reír. Clavados los pies en el escenario, Rajoy recordaba a los muñequitos del Subbuteo cuando basculaba como si le rechinaran los engranajes para encarar a quien le hacía una pregunta.

Quedó claro que, acabado el programa, a nadie le habría apetecido irse de copas con él.

Sí se manejó en las cuestiones políticas, blindado de datos y, lo que es más importante: honesto para demostrar convicciones en asuntos como el aprendizaje del castellano en Cataluña, la seguridad ciudadana o la actuación de su Gobierno durante el 11-M, en los que no se arrugó. Seguro que eso fue algo valorado por un tribunal popular, ya que en la calle el político sufre un desprestigio según el cual los principios son esa cosa que si no gustan se reemplazan por otros. Sin embargo, estuvo mucho menos afilado y malévolo que cuando se enfrenta en el Congreso a un interlocutor al que no quiere gustar, sino derrotar.

En ese sentido, fue un Rajoy de fogueo al que se le notó demasiado la necesidad de no resultar altanero ni demasiado pedagógico para que no se le reprocharan las lejanías como a Zetapé. Esa obsesión por quedar bien, aun a costa de no sacar colmillo, al cabo sólo sirvió para que dejara una sensación de indefensión, de derrota concedida ante los ataques. Eso sí, al final del programa fue capaz de decir lo que en los políticos profesionales casi constituye un tabú, una frase prohibida: «No lo sé». Acaso entonces consiguió aquello a lo que está obligado un candidato a presidente en esas raras ocasiones en que sale del coche blindado o de los despachos enmoquetados para convivir con la gente corriente: aprender algo de ella. Pero el formato tiene una aureola plomiza, aburrida, porque los ciudadanos imitan a los tertulianos. No descubrimos a un Rajoy distinto al del escaño.

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