Ni Teruel ni León ni Tarragona. Ha tenido que ser Toulouse el lugar donde por primera vez la bandera española ha protagonizado un acto de partido de Zapatero. En una paradoja digna de una comedia de enredo, el presidente cerró su mitin de apoyo a Ségolène Royal con una enorme enseña rojigualda que un figurante ondeaba con entusiasmo sobre su cabeza.
Probablemente ni siquiera él mismo era consciente de lo que ocurría, concentrado en agradecer la calurosa ovación de la muchedumbre de la mano de la candidata al Elíseo. Y sin embargo la bandera constitucional se había colado en la fiesta, dejando en evidencia su escaso apego a los símbolos mientras su anfitriona flotaba encantada en un mar de enseñas tricolores.
Este inesperado estrambote fue la metáfora perfecta del abismo que separa la actitud de los líderes socialistas a un lado y otro de los Pirineos. Mientras la candidata francesa al Elíseo apuesta en esta campaña por que todos los niños franceses aprendan La Marsellesa, sus colegas españoles siguen mirando los símbolos con indiferencia, desprecio o rechazo. En los últimos meses, son muchos los líderes del PSOE que han criticado al PP por lo que consideran un uso partidista del himno nacional y no pocos los que han hecho chanzas sobre la profusión de banderas que sobrevolaba la gran manifestación del PP contra la prisión atenuada al etarra De Juana Chaos.
Lo que el acto de ayer viene a dejar en evidencia es que ante una misma disyuntiva estratégica -la de evitar que sean sus adversarios quienes saquen partido de los símbolos nacionales-, Ségolène y Zapatero optan por dos caminos opuestos: ella apuesta por promoverlos y fomentarlos; él prefiere dejarlos en manos de sus rivales y echarles luego en cara que los usen, olvidando así que son parte del patrimonio común de todos los españoles.
No es éste el único asunto en el que el presidente del Gobierno ha obviado aquello que nos une y enfatizado lo que nos separa. Quizá el más llamativo es el de la Ley de la Memoria Histórica, cuya tramitación fue desbloqueada ayer en el Congreso con un acuerdo por el que el PSOE e Izquierda Unida acordaron declarar «ilegítimos» los juicios del franquismo. El hecho de que el acuerdo de ayer deje a un lado propuestas mucho más descabelladas no debe hacer olvidar lo fundamental: el disparate que supone fijar de manera partidista y sin el respaldo del principal partido de la oposición cuál debe ser nuestra memoria histórica. Si hay algo que a estas alturas deberíamos haber comprendido todos es que la memoria -como la bandera y el himno, no hay más que mirar a Francia- es patrimonio de todos los españoles.
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