El referéndum que pretendía la izquierda francesa contra Nicolas Sarkozy se ha convertido en una victoria plebiscitaria del líder conservador. No ha funcionado la estrategia despectiva ni ha cuajado en el electorado el presunto advenimiento de una época «brutal y violenta».
Las palabras envenenadas de Ségolène Royal palidecen frente a la rotundidad de los resultados. Sarkozy aventajó en más de seis puntos a la candidata socialista y destronó a Chirac con un récord de participación que legitima aún más la dimensión de su liderazgo. Para celebrarlo, Sarko se paseó en coche por París escoltado por decenas y decenas de motos. Era un modo de reconocer el terreno y de impacientar a las miles de personas que le esperaban en la sala Gaveau. Fue el escenario que eligió el nuevo presidente de Francia para oficiar su homilía más lírica, elegante y mesurada.
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Empezó elogiando a Ségolène Royal. Continuó remarcando la victoria absoluta de la democracia. Habló de «devolver a los franceses el orgullo por Francia», comprometiéndose a «rehabilitar el trabajo, la autoridad y el mérito». Y puntualizó lejos del prosaico ombliguismo francés el peso de sus nuevos compromisos internacionales: como europeísta -«Francia está de vuelta en Europa», dijo-; como amigo de Estados Unidos -matizando que «se puede pensar diferente» y pidiéndole que «no obstaculice la lucha contra el cambio climático», sino que la «encabece»-, como tutor de la Africa que se desangra y que emigra.
Estaba emocionado Sarko. Respiraba afanosamente. Contenía con las manos el entusiasmo de sus fieles para enumerar los mandamientos de su doctrina política: el mérito, la autoridad, el trabajo, la moral, la identidad nacional, la patria, La Marsellesa, la bandera tricolor y el madrugón.
«Quiero devolver a Francia todo lo ella que me ha dado», proclamó el líder del partido gubernamental antes de concederse un baño de masas en la Plaza de la Concordia. Sucedió ya de noche, para que pudieran corear su nombre y su providencialismo decenas de miles de personas.
Francia se encomienda descaradamente a la promesa reformista de Nicolas Sarkozy, cuyos 52 años le convierten, después de Giscard (1974), en el presidente más joven de la V República francesa. Una marca simbólica y elocuente que se añade al fenómeno de la aclamación popular: su 53,06% mejora los resultados de Giscard (1974), Mitterrand (1981) y Chirac (1995). Incluso merodea la marca que De Gaulle obtuvo en 1965 (55,1%).
Transcurridos 42 años desde aquel patriarcado, el templo laico y hermético del Elíseo aloja al hijo mediano de un inmigrante húngaro que lleva cinco años de obstinada campaña electoral para cambiar el rostro de Francia.
«Nuestro camino continúa»
La victoria sarkozysta relativiza de manera concluyente el fenómeno Ségolène. Es verdad que la candidata socialista obtuvo un digno resultado en la primera vuelta y es cierto que ha ahuyentado a los viejos elefantes camino de una inevitable refundación interna, pero el veredicto de las urnas es incluso inferior al que obtuvo Jospin en los comicios de 1995.
Razones de fondo y de forma para sospechar que el Partido Socialista tiene delante unas noches de cuchillos largos. No sólo porque la victoria de Sarkozy añade cinco años a los 12 del periodo chiraquista. También porque este nuevo alejamiento quinquenal del faro del poder francés abrirá un debate sobre el relevo jerárquico y sobre el propio papel de Ségolène.
La aspirante compareció anoche de blanco, elegante, virginal y sonriente delante de sus adeptos. Eligió un espacio charmant y recoleto: la Casa de América. Palacete noble de la orilla izquierda convertido anoche en una especie de funeral implícito: los elogios a Ségolène y el jaleo de sus incondicionales se mezclaron con las lágrimas de una derrota.
«Gracias a los 17 millones de franceses que me han votado. Nuestro camino no termina aquí. Continúa. Algo ha cambiado y no se va a detener». La intervención de Ségolène fue un ejercicio modélico de fair play. Felicitó al ganador, elogió el civismo y la participación de los ciudadanos. Y, sobre todo, aprovechó la inercia electoral para autoproclamarse en directo como la personalidad política que asumirá la renovación socialista.
Fue una jornada electoral modélica y soleada. Empezando por la paciencia de los votantes -algunas colas superaron las dos horas- y por los datos de participación. Fue una de las más elevadas desde que el presidente se elige por sufragio universal (1965) y la más alta en los últimos 26 años. El 84,76% de afluencia registrado anoche y el retroceso no menos histórico del abstencionismo -15,24%- demuestran además que nuestros vecinos traspirenaicos se han reconciliado con la política después del trauma lepenista (2002) y del rechazo a la Constitución Europea (2005).
Mérito de un recambio generacional con pujanza reformista. Mérito de la telegenia de Ségolène y de Sarkozy. Y mérito fundamental del ganador de las elecciones, puesto que el resultado de ayer, pronosticado milimétricamente en los sondes de la víspera, acredita que el ex ministro del Interior ha reunido a los votantes de extrema derecha y de centro.
Es la respuesta al programa de unificación que había prometido Nicolas Sarkozy. También es un varapalo para los socialistas que modelaron al líder del partido gubernamental (UMP) como un monstruo o un Saturno redivivo. No se han creído los franceses la llegada de un caudillo. Al contrario, han desautorizado en las urnas a Ségolène por decir que Sarkozy era el súmmum de la inmoralidad, la chispa incendiaria de un periodo violento, la encarnación de un autoritarismo feudal.
El cambio de guardia y de época va a oficiarse el 16 de mayo. Jacques Chirac tendrá de plazo hasta las 12 de la noche para entregarle los trastos a Sarkozy y reciclarse a la vida ordinaria en un pisito que la familia libanesa de los Hariri le ha puesto a la orilla izquierda del Sena.
Nada que ver con las comodidades ni los 22.000 metros cuadrados del Elíseo. Corresponde ahora a Sarkozy habitarlos como el tercer presidente más votado de la V República. Sólo De Gaulle y Pompidou han logrado superarlo gracias a un registro prácticamente inigualable.