Algo se ha movido en Francia. No sólo porque casi el 85% de los franceses acudiese ayer a las urnas, expresándose en masa como no lo habían hecho desde 1965. También porque han optado por el candidato más concreto en sus propuestas, el que más claro les ha hablado y el que no les ha prometido más bienestar sino más «trabajo», algo que ayer volvió a reiterar en su vibrante discurso de la victoria. Nicolas Sarkozy será durante los próximos cinco años el presidente de la VI República, habiendo vencido por una diferencia de seis puntos a la candidata socialista Ségolène Royal.
El momento no podía ser más propicio para el cambio. Aunque los dos contendientes representaban un paso de página generacional, las políticas propuestas por Royal apenas se distanciaban tímidamente del programa tradicional de la izquierda, mientras que Sarkozy hizo campaña prometiendo reformas profundas en una economía que las pide a gritos. Francia tiene uno de los niveles de desempleo más altos de Europa, su tasa de crecimiento es una de las más bajas, el sector público sigue representando la mitad de la actividad económica y la deuda pública se ha disparado.
La crisis actual se ha incubado durante casi tres décadas de inmovilismo. La visión más cortoplacista y electoral de Ségolène atribuyó la mala situación únicamente al último Gobierno de la UMP, pero el finalmente ganador supo explicar que derechas e izquierdas eran igualmente responsables de la parálisis. Su demostrado pragmatismo, así como su capacidad para forjar consensos no fundamentados en la ambigüedad, serán dos herramientas esenciales a la hora de gobernar. Dada la capacidad de los franceses para movilizarse en la calle, nada le augura un camino fácil para implementar las reformas prometidas. Chirac lo intentó con pasos mucho más tímidos y finalmente se echó atrás. Ahora bien, a favor de Sarkozy juega que el amplio refrendo popular que tuvo Chirac era atribuible a que su adversario era el extremista Le Pen, mientras que el obtenido por él le da plena legitimidad para aplicar el programa que ha hecho explícito durante la campaña.
Respecto a la política exterior, el hecho de que haya ganado un político que se declara abierto admirador de los Estados Unidos es también un cambio histórico para Francia, más si consideramos que se encuentra en la misma sintonía a este respecto que Angela Merkel. Por primera vez en mucho tiempo, es de prever que el eje francoalemán no se constituya por oposición al transatlántico.
En cuanto a Ségolène, contrasta con la demonización que hizo de su adversario en la etapa final de la campaña su elegancia para reconocer la derrota. Sus ganas de demostrar su buen perder la llevaron incluso a aceptar el desenlace públicamente antes de que se conocieran los resultados oficiales, con la confianza que da el que los sondeos a pie de urna en Francia nunca se hayan equivocado. Pronto se sabrá si el Partido Socialista la mantiene como su líder.
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