Jueves, 24 de mayo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6367.
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CONVULSION EN ORIENTE PROXIMO / En las entrañas del campo
Los últimos de Nahr al Bared: «Esta vez no nos vamos, lucharemos hasta la muerte»
Dentro del campamento de refugiados palestino asediado por tropas libanesas, varios cientos de jóvenes se disponen a defender sus domicilios en una batalla imposible
JAVIER ESPINOSA. Enviado especial

La primera línea del frente en la entrada sur del campamento palestino Nahr al Bared está fijada en torno a un pequeño riachuelo. La carretera que da acceso al enclave es un paseo a través de la desolación. Todos los edificios y comercios situados en la ruta -trufada de escombros y coches calcinados- aparecen marcados por la metralla o semiderruidos.

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Entre las pocas cosas que se mantienen indemnes figura un enorme retrato del fallecido Yasir Arafat, que recibe al visitante con un saludo militar.

Ésta es la llamada tierra de nadie, que separa las posiciones del Ejército de los primeros puestos de los milicianos locales, que se atrincheran junto a un diminuto cementerio. Unos escasos cientos de metros que el palestino que conduce un vehículo con todos los cristales reventados por el tiroteo transita a una velocidad desquiciada.

Nahr al Bared es un suburbio de poco más de dos kilómetros cuadrados de pobreza insultante. Un marasmo de callejuelas y construcciones anárquicas, émulo de cualquier arrabal africano.

«¡Bienvenido a nuestro palacio!», asegura con cierta sorna Maher Saadi, un chaval de 29 años que, sin ser miembro de partido alguno, admite que tiene preparado su kalashnikov para defender el campo.

«No podemos ser refugiados toda la vida. Nos echaron de Palestina. Aquí vinieron a parar los que fueron expulsados de los campos del sur en la guerra civil. No podemos más. Esta vez no nos iremos. Lucharemos aquí hasta que nos maten», afirma.

Con la resolución de personajes como Maher Saadi, los últimos residentes de Nahr al Bared se disponían ayer a organizar una resistencia imposible en el atribulado distrito, abandonado por gran parte de sus habitantes en un espectacular éxodo que comenzó el martes por la noche.

Durante la mañana, un interminable convoy de camionetas, coches y pequeños autobuses se encargó de evacuar a miles de refugiados que, en su mayoría, fueron trasladados hasta el cercano campo de Badawi.

La ofensiva del Ejército libanés contra Nahr al Bared ha unificado las filas locales y aunque agrupaciones como Al Fatah -el partido que dirige Abú Mazen- siguen recelando de los extremistas de Fatah al islam, todas las facciones coincidían en dirigir sus diatribas contra el indiscriminado ataque de los uniformados leales a Beirut.

«Todos estos muchachos armados que ve son gente de Al Fatah, no Fatah al Islam, pero están preparados para morir», indica Saadi.

Los bombardeos de los últimos tres días han causado especial daño en las edificaciones situadas en las estribaciones del campo y en especial en el llamado sector de Mohajareen, un reducto que fue rehabilitado hace escasamente dos años gracias a la ayuda financiera de la ONG española Movimiento por la Paz (Mpdl).

Siguiendo la pauta trágica que parece acompañar al pueblo palestino, los moradores de Mohajareen son exiliados de otros campos como Sabra, Chatila o Rashidiya, que tuvieron que evacuar esos lugares durante la última guerra civil impelidos por la violencia.

«Nos persigue la tragedia. Ya no puedo huir más. Es mejor acabar aquí», declaró Mariam Al-Hissam, de 61 años, que se instaló en 1982 en Nahr al Bared, intentando escapar del horror desatado por la ofensiva israelí de aquel año en el campo de Rashidiya, en el sur del país.

Mariam permanece escondida con otras 60 personas en el primer piso de un inmueble sito en el distrito de Hay al Yadid, otro de los lugares más castigados por la artillería libanesa. Aquí las calles están completamente desiertas, salvo por la presencia en algunas esquinas de combatientes de amplias barbas que observan al periodista con suspicacia.

«¡No sigan avanzando, porque ése es el sector que controla Fatah al Islam!», advierte uno de los residentes del reducto.

«Todo el mundo sabe dónde está combatiendo Fatah al Islam. En las afueras, al norte de Nahr al Bared. ¿Por qué tienen que destrozar todo el campo? ¿Por qué hay que matar a 40.000 personas para acabar con 300?», inquiría Maher Saadi. «La gente está sumida en la desesperanza. Piensan que se aproxima otro Sabra y Chatila», acotaba.

En el suelo de algunos de los angostos pasajes todavía aparecen los regueros de sangre seca de las víctimas.

Durante los combates, los habitantes del sector central de Nahr al Bader tuvieron que habilitar una mezquita como suerte de improvisado hospital. Operaban sobre una mesa recubierta con un plástico verde y con utensilios cuya sola visión estremece. «Esto es lo que teníamos. Así hicimos nueve operaciones. Hemos atendido más de 70 heridos», aclara uno de los doctores locales, exhibiendo las tijeras y pinzas empapadas en un líquido de visión repugnante. «Se supone que es desinfectante», dice.

Debido al fragor de la refriega, los muertos tuvieron que ser apilados en un garaje que mantiene un hedor insoportable. «Los enterramos el martes al mediodía en medio de los bombardeos, porque el olor era increíble y teníamos miedo de infecciones», señala Fathi Rabia.

El destino de los cuerpos fue el humilde cementerio de Jalid ben Walid, sito al lado de la mezquita del mismo nombre, cuya fachada fue devastada por uno de los impactos de los obuses libaneses. «Aquí sepultamos a 10 personas. Seis en una fosa común, porque queríamos acabar deprisa antes de que nos mataran también a nosotros», añadió Rabia. Todavía ayer un grupo de periodistas encontró un cadáver ennegrecido por la descomposición tendido en una de las rutas del área.

La travesía principal que atraviesa Nahr al Bared es quizá la más peligrosa del poblado. Está batida por los francotiradores. Los palestinos la cruzan a la carrera. Junto a otros muchos vehículos reducidos a chatarra quemada se divisa el camión de Naciones Unidas que fue alcanzado el martes por un proyectil.

Cuando arreciaba la confrontación, los refugiados se hacinaron en el sector central del enclave, alimentándose durante esos días de arroz, patatas y tomates. También esta zona resultó alcanzada por los obuses. Aleccionados por décadas de penurias y beligerancia, sus inquilinos han aprendido a distinguir con exactitud el calibre de los muchos proyectiles que impactaron en las inmediaciones y exhiben sus restos en tono didáctico. «Éste es un 120 milímetros», dice Fathi Ibrahim Abú Siam, cuyo domicilio de cuatro plantas fue parcialmente arrasado por dos granadas.

Subiendo por las escaleras del habitáculo, Fathi rescata una muñeca descabezada entre los cascotes.

«¿También era de Fatah al Islam?», pregunta con un humor negro desconcertante. Entre las ruinas se podía observar asimismo un cartel con la impresión de la venerada mezquita de Al Aqsa.

Según el relato del palestino, en esta misma vivienda murieron el lunes dos personas y otras cuatro resultaron heridas. «Teníamos a 100 personas escondidas aquí, la mitad mujeres y niños. Cuando empezaron a bombardear tuvimos que ir cambiándolos de habitaciones conforme la metralla alcanzaba la casa. No dejábamos de llamar a Al Yazira y Al Manar [televisiones árabes], alertando de que en este edificio todos éramos civiles, que no había ni Fatah al Islam ni nada, pero el Ejército estaba como loco», manifiesta Abú Siam.

«¿Sabe lo que le digo? Ni los israelíes se comportaron así en 1982. Es increíble, pero se trata de un Ejército musulmán matando a musulmanes», le secunda Maher Saadi.

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