Domingo, 10 de junio de 2007. Año: XVIII. Numero: 6384.
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Cuando no se puede lograr lo que se quiere, mejor cambiar de actitud (Publio Terencio)
 CRONICA
30 AÑOS DEL 15-J
CAMINO DE ANGUSTIA HACIA LA LIBERTAD
Los meses que precedieron a las primeras elecciones libres en España después de tres años de guerra civil y 39 de dictadura transcurrieron en medio de gigantescas tensiones políticas y enfrentamientos violentos, al tiempo que el Gobierno y la oposición asumían un compromiso de consenso para alcanzar la democracia
VICTORIA PREGO

La Transición fue un cambio pacífico pero costó muchos muertos. Y mucho miedo. Fue un tiempo de agitación y turbulencias constantes en el que ni el gobierno ni la oposición ni los ciudadanos tuvieron la oportunidad de disfrutar de un sólo segundo de tranquilidad que les permitiera reforzar su esperanza o al menos apuntalar su firme decisión de terminar de recorrer un camino apenas esbozado hacia las libertades públicas y la democracia en paz. Todo fue muy duro desde el principio pero lo cierto es que el período más difícil y más arriesgado se vivió precisamente al final.

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Fueron seis meses justos, pero seis meses terribles, los que van desde el 15 de diciembre de 1976, cuando la ley para la Reforma Política recién aprobada por las Cortes franquistas es sometida a referéndum y recibe el respaldo masivo de los españoles, hasta el 15 de junio de 1977 cuando se celebran las primeras elecciones libres de los últimos 41 años.

Ese semestre angustioso se abre el 22 de diciembre de 1976, menos de una semana después de que el referéndum por el que el presidente Adolfo Suárez recibe por primera vez el apoyo explícito de los ciudadanos: ese día Santiago Carrillo es detenido en Madrid. Carrillo es por entonces el personaje más odiado por el franquismo, cuyos genuinos representantes siguen ocupando puestos decisivos de poder en España. Las manifestaciones de los militantes del PCE que salen a reclamar la puesta en libertad de su secretario general se entrecruzan con las de quienes protestan por la mera presencia del líder comunista en España, con la consiguiente tensión de alto voltaje que se produce en la calle.

La gravedad de la noticia de la presencia de Carrillo en los calabozos policiales se suma a la gravedad enorme de otro suceso producido pocos días antes: el 11 de diciembre varios terroristas del GRAPO -un grupo de ultraizquierda del que se sospechaba entonces que tenía conexiones con la extrema derecha- habían secuestrado a Antonio Oriol, presidente del Consejo de Estado y miembro del Consejo del Reino. Es decir, una altísima personalidad del anterior régimen, representante del franquismo ultraconservador y perteneciente a una familia con fuertes conexiones en la banca y en las compañías eléctricas. El GRAPO amenazaba con asesinar a Oriol. Y, ahora, el ministro del Interior Martín Villa lo que teme es que un incontrolado de la ultraderecha acabe asesinando también a Carrillo.

Simultáneamente a estos acontecimientos, que llenan de inquietud a la población, el 11 de enero Adolfo Suárez se reúne con los líderes de la oposición democrática para iniciar un acercamiento de posiciones que permitan al final otorgar la legitimidad democrática exigible al proceso político en curso.

Estando las cosas en esa situación, el 23 de enero un estudiante cae asesinado en Madrid de varios tiros por la espalda por miembros del grupo ultraderechista Guerrilleros de Cristo Rey. Cuando el país está aún sobrecogido por esta muerte, y sin que hayan pasado 24 horas de este nuevo golpe a la estabilidad política, tan necesaria para el cambio que hay que abordar, los terroristas del GRAPO secuestran al teniente general Villaescusa, presidente del consejo Supremo de Justicia Militar. Si con el secuestro de Oriol lo que se ha intentado es golpear y provocar al sector del inmovilismo franquista, con el de Villaescusa se busca provocar al ejército para que los militares abandonen la posición de neutralidad que, no sin tensiones, han mantenido hasta el momento.

«Como este pueblo no se aparta un ápice de su camino hacia la libertad, la provocación debía subir de tono. Y subió ayer, subió hoy y, si aguantamos este embate, volverá a subir mañana», decía en su editorial la revista Cambio 16. Sus sombrías predicciones se vieron confirmadas muy pocas horas más tarde.

En la noche del 24 de enero, nueve personas caen acribilladas a balazos en un despacho de abogados laboralistas del Partido Comunista. De ellas, cinco mueren en el acto. Los asesinos son pistoleros pertenecientes a grupos de ultraderecha.

El horror y el miedo se instalan entre la población. Es evidente que existe un intento de sabotaje que, desde los dos extremos de la violencia política, intenta reventar el proceso de transición recién iniciado.

LA SEMANA NEGRA

Pero la cosa no acaba ahí. El 28 de enero, dos días después de que se produjera el entierro de los abogados comunistas en el que el PCE -ilegal por entonces- hace una impresionante demostración pública de poder, de disciplina y de contención, el GRAPO asesina a dos miembros de la Policía Armada y a un guardia civil y deja gravísimamente heridos a otros tres guardias. Adolfo Suárez hace este escueto y dramático comentario a uno de sus ministros: «Alguien está intentando provocar un golpe militar».

Es entonces cuando se produce un hecho insólito en la historia del periodismo español. El 29 de enero los periódicos de todo el país publican un editorial conjunto. Se titula «Por la unidad de todos» y termina diciendo: «Es necesario que el Gobierno y el resto de las fuerzas políticas se pongan de acuerdo para salvaguardar la paz sin menoscabo de las libertades públicas. Está en juego el ser o no ser de la democracia en España y el futuro de nuestro país como sociedad pluralista y libre».

Desde luego que estaba en juego. El mismo día 29 de enero en el que los periódicos claman a una por mantener la unidad y la serenidad frente a los ataques terroristas, se produce un nuevo episodio gravísimo que alcanza la categoría de rebelión de varios mandos militares contra el Gobierno. En el hospital militar Gómez Ulla de Madrid se están celebrando las honras fúnebres por los servidores públicos asesinados la víspera. En plena ceremonia religiosa al aire libre se oyen los primeros gritos: «¡El Gobierno los ha matado!»; «¡Gobierno traidor!»; «¡Amigos de Carrillo, fuera!», resuenan en la explanada en presencia del general Gutiérrez Mellado, vicepresidente de la Defensa y de Rodolfo Martín Villa, Ministro del Interior. Este es el clima político que se vive en España a menos de seis meses de que se celebren unas elecciones que todavía por entonces no han sido convocadas.

«Desde el día 11 de enero» dice Cambio 16, «este país ha visto morir a dos manifestantes, cinco abogados, tres policías, secuestrar a un teniente general, declarar un mini estado de excepción y encarcelar por la derecha y por la izquierda. Pese a ello, la Oposición se mantenía firme en proseguir la negociación para la democracia y decidía reunirse otra vez en la primera semana de febrero para ultimar los detalles de la Ley Electoral a negociar».

Este espíritu de superación de las diferencias políticas para caminar juntos en la misma dirección es el que se va a mantener incólume durante todo este período tormentoso y atravesado de peligros que en demasiadas ocasiones amenaza el proyecto de democratización del país.

«Fue tremendo aquel enero», recuerda Felipe González. «Fue el período más tenso y de mayor densidad porque lo que estaba en juego era todo el período de la Transición». Pero es que el espíritu de la época lo conforman una clase política recién llegada a la vida pública en su inmensa mayoría pero dispuesta a alcanzar una aproximación entre las posiciones enfrentadas; una ciudadanía asustada pero dispuesta a hacer cuantos ejercicios de serenidad se le reclamen; unas fuerzas armadas progresivamente alarmadas pero todavía contenidas y un Gobierno decidido a seguir adelante, pese a quien pese. Lo dice Suárez cuando comparece ante la televisión para anunciar a los españoles que «estén absolutamente seguros de que, pese a todas las dificultades y con su ayuda, vamos a seguir por el camino que ustedes mismos nos han marcado». Y lo dice también la oposición democrática, que hace el siguiente comunicado: «Ante el riesgo creciente de que la violencia se apodere del país, los abajo firmantes se dirigen a la opinión pública española en un llamamiento a la serenidad y a la responsabilidad de todos y manifiestan su coincidencia en la ineludible necesidad de llegar en el más breve plazo posible a una democracia pluralista plena a través de elecciones libres».

Los contactos Gobierno-oposición siguen adelante a pesar de todo, lo cual permite avanzar en la línea de apertura política. A primeros de febrero, a 100 días de que se celebren las elecciones, el Gobierno acepta la exigencia de la oposición de no intervenir en la legalización de los partidos políticos. A partir de ese instante, por lo tanto, los partidos no tienen más que inscribirse como tales sin necesitar autorización de nadie para existir. Y se produce entonces una legalización masiva de cientos de partidos políticos de todos los pelajes y de todas las ideologías que inician una actividad febril con la intención de estar preparados para actuar cuando las elecciones se convoquen. Eso sí, varios de los líderes de izquierda reciben por primera vez en sus vidas protección de la Policía y de la Guardia Civil.

«¡PRESOAK KALERA!»

Quedan, sin embargo, pendientes dos cuestiones de la máxima importancia y que van a tener la virtud de volver a poner al país, de nuevo, al borde del despeñadero.

Una, la legalización del Partido Comunista, que la opinión pública ni siquiera intuye pero que el presidente del Gobierno sabe que puede provocar incluso un levantamiento por parte del Ejército y el hundimiento del proyecto político de democratización que, si este escollo se logra superar con bien, está, en realidad, a punto de culminar. Pero eso es aún una incógnita.

La segunda cuestión es la de la amnistía, que en el País Vasco se está viviendo con una tensión creciente. En las cárceles españolas hay en esos momentos más de un centenar de presos de ETA y en las principales ciudades vascas se suceden las manifestaciones, los mítines, las huelgas de hambre y los encierros para, al grito de «¡presoak kalera!», exigir que el Gobierno les ponga en libertad.

El clima político en el País Vasco se ha venido enrareciendo por momentos hasta producir un formidable estallido de violencia en las primeras semanas del mes de marzo.

Cuatro muertos -un estudiante, dos militantes de ETA y un miembro de la Guardia Civil-, decenas de heridos en los enfrentamientos a tiros en las calles de las principales ciudades de Guipúzcoa, además de huelgas, barricadas y manifestaciones multitudinarias de protesta que se extienden por todo el País Vasco y Navarra en las que se habían convocado unas «jornadas pro amnistía». Este es el panorama político con el que se ve obligado a enfrentarse un Gobierno que no se ha atrevido todavía a dar el paso final, el decisivo, el más arriesgado: legalizar al Partido Comunista antes de convocar elecciones libres. Elecciones que, de seguir así las cosas en el País Vasco, quizá no se puedan celebrar.

Por eso, el día 11 de marzo el Gobierno da un paso más en su intento de conseguir que, cuando llegue el momento de las elecciones, no haya ni un solo preso político en las cárceles del país, y firma un decreto por el que se amplían las medidas de gracia incluso a «quienes hayan puesto en peligro» la vida o la integridad de las personas. Y, sin embargo, no será suficiente. La tensión política y la violencia persistirán y la lista de muertos aumentará según vaya acercándose el momento esperado por todos: la celebración de elecciones libres por primera vez en 40 años.

SALTO MORTAL SIN RED

En medio de este ejercicio de malabarismo político que se ve obligado a hacer Adolfo Suárez, en el que con una mano intenta controlar la desbordada situación en el País Vasco, donde parece haber estallado una guerra, mientras con la otra conduce las riendas políticas de los acuerdos con la oposición y la aprobación de decretos democratizadores, el presidente del Gobierno sabe que ha llegado el momento de máximo riesgo: el alto mortal sin red.

Suárez no ignora que va a someter a durísima prueba a los altos mandos militares que han hecho la guerra con Franco y que tienen entre sus máximos motivos de orgullo el de haber sido capaces de «derrotar al comunismo». Sabe que Santiago Carrillo es el personaje más odiado no solamente por los militares sino por toda la derecha española. Sabe que la decisión que está a punto de tomar va a sumir a la población en un estado de pánico paralizante que puede desbordarse en cualquier momento y en cualquier dirección. Pero sabe también que Carrillo es el líder político de un partido, el comunista, sin cuya presencia y colaboración el Gobierno sabe que no podrá sacar adelante el proceso de democratización de España. Por si acaso, el presidente del Gobierno ha tenido la precaución de pedirle al líder comunista no solamente moderación a la hora de celebrar su legalización inminente sino algo más. Le pide que haga público un discurso en el que le ataque. Es decir, que Carrillo se meta con él y le critique. Suárez es muy consciente de que en ese momento, y de una sola apuesta, se está jugando su cabeza política, quizá su cabeza física y, por descontado la Corona. Porque, si esto sale mal, la Monarquía encarnada por don Juan Carlos de Borbón, quien respalda plenamente la decisión de su presidente, habrá terminado sus días en la jefatura del Estado español. Pero si sale bien, los españoles estarán a punto de tocar con sus propias manos la democracia. Adelante, pues.

El 9 de abril salta la noticia. La gente no da crédito a lo que está escuchando por Radio Nacional de España: que el Partido Comunista ha sido legalizado. La población calla y se encoge. Los líderes políticos del centro y la derecha se enfurecen. Y los militares se mueven. Las reuniones en los cuartos de banderas se producen en un clima de indignación que no se queda sólo en eso sino que se traduce en planes para la acción. El ministro de Marina dimite y ningún almirante está dispuesto a ocupar su puesto en ese Gobierno. Por fin acepta uno. «El Rey, que actuó con gran energía», recuerda Alfonso Osorio, entonces vicepresidente segundo del Gobierno, «y yo creo sinceramente que Dios, que nos ayudó a todos, hizo que esa crisis, la más grave de todo el proceso de Transición desde la muerte de Franco, se salvase sólo con la dimisión de Pita, que fue sustituido por el almirante Pery Junquera, que estaba en la reserva pero que era un héroe [y tenía] la primera medalla militar individual que se concede no en tiempo de guerra».

Pero las cosas no terminan ahí y hay un momento, el 14 de abril, en que el riesgo cierto de un levantamiento militar contra el Gobierno se cierne sobre España. Es entonces cuando Santiago Carrillo, que por primera vez en los últimos 40 años presidía una reunión legal en España del Comité Central de su partido, da el campanazo a sus camaradas y les somete a votación algo inaudito: la aceptación, allí mismo, sin anestesia, de la bandera roja y gualda, el reconocimiento de la Monarquía y el de la unidad de España. Previamente les había explicado lo que sigue: «En estas horas, no digo en estos días, digo en estas horas, puede decidirse si se va a la democracia o si se entra en una involución gravísima [...]. Creo que no dramatizo. Digo en este minuto lo que hay». Los miembros del Comité Central votan masivamente a favor de la propuesta. Y a continuación, la cúpula del partido celebra una rueda de prensa en la que aparece, flamante, recién comprada en una tienda de la Plaza Mayor, una bandera de España que, a partir de ese día, presidirá los actos públicos del PCE que, sin embargo y durante mucho tiempo, no permitirá la aparición en sus mítines de la hasta entonces tradicional bandera con los colores republicanos.

¿Han terminado, quizá, con este episodio, los problemas del presidente Suárez y, por extensión los de todos los españoles, que pueden así encaminarse agotados pero tranquilos a depositar su voto en las urnas el 15 de junio? Eso podría parecer cuando la opinión pública contempla por la televisión el regreso a España de los exiliados, entre ellos el poeta Rafael Alberti o la dirigente comunista Dolores Ibarruri, la Pasionaria. Pero no. De ninguna manera. Aún le queda al país un terrible tramo por recorrer.

A mediados de mayo, cuando falta tan sólo un mes para las elecciones, estalla de nuevo una suerte de insurrección popular en el País Vasco , de nuevo a cuenta de la amnistía. Aquello parece el Ulster, comentan algunos. Hay seis muertos y una huelga general política en demanda de una amnistía total. «Si no salen todos los presos de las cárceles y no se aplica a la izquierda abertzale el principio de legalización de todos los partidos, la nueva etapa de la lucha armada puede ser tremendamente dura y espectacular». Eso declara a la revista Cambio 16 un militante de la organización terrorista ETA. La cosa alcanza tales dimensiones y llega a amenazar de tal manera la celebración de las primeras elecciones libres que los partidos y sindicatos democráticos se plantan frente a quienes están provocando esa situación explosiva.

Pero, en un penúltimo intento de hacer saltar definitivamente por los aires el intenso y sostenido esfuerzo de los españoles por conseguir la libertad, la banda terrorista ETA , que tiene secuestrado al empresario bilbaíno Javier de Ybarra, hace público un comunicado el 23 de mayo concretando su amenaza: si ese mismo día el presidente Suárez no comparece ante la televisión y anuncia que al día siguiente a primera hora todos los presos de ETA estarán en la calle, la banda pasará automáticamente a la «lucha armada».

Las elecciones se celebran el 15 de junio en un clima de tranquilidad. Los partidos de la moderación, la UCD de Adolfo Suárez y el PSOE de Felipe González salen ganadores a gran distancia de los demás. Los extremismos quedan fuera del arco parlamentario.

Cinco días más tarde Javier de Ybarra aparece muerto en una cuneta. Lleva un tiro en la nuca.

En una ocasión le preguntaron a Suárez cuál había sido el peor mes de su etapa. Él respondió con una sonrisa amarga: «Julio, agosto, septiembre, octubre, noviembre...»

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