Miércoles, 27 de junio de 2007. Año: XVIII. Numero: 6401.
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MURIERON EN 'CONFLICTO ARMADO' Y SIN LA 'DOTACION DEBIDA'

El Príncipe de Asturias impuso ayer sobre los féretros de los seis militares fallecidos en el Líbano la Cruz al Mérito Militar con distintivo amarillo, reservada para los muertos «como consecuencia de actos de servicio, siempre que impliquen una conducta meritoria». O sea, la misma que si hubieran muerto al intentar apagar un incendio.

Como sucedió en el caso de la soldado Idoia Rodríguez, fallecida en Afganistán en febrero de 2007 a consecuencia de un atentado talibán, el Gobierno de Zapatero se ha negado a conceder a los muertos la Cruz con distintivo rojo. Y, de nuevo, con el mismo razonamiento de que no han muerto en una situación de combate.

El afán de Zapatero por distanciarse de todo lo que significa guerra y asociarse con la paz puede ser comprensible desde un punto de vista retórico o electoral, pero no es admisible cuando condiciona decisiones como la de dar una condecoración de menor rango a unos soldados que fallecieron representando a España en países que, sin duda, están en situación de guerra.

El portavoz del Grupo Socialista, López Garrido, trataba ayer de defender la decisión del Gobierno afirmando que ha actuado en «aplicación de la legalidad». Sin embargo, nada en la ley impedía condecorar a los seis soldados -o a Idoia Rodríguez- con el distintivo rojo. Éste, según el Reglamento general de recompensas militares (Real Decreto 1040/2003) se concede «por acciones, hechos o servicios prestados en el transcurso de conflictos armados, así como de operaciones militares que impliquen o puedan implicar el uso de fuerza armada». El reglamento no exige por tanto que la muerte se produzca en el curso de un combate directo entre dos fuerzas regulares. Resulta lógico, pues pocas guerras se desarrollan hoy desde las trincheras tras una declaración formal entre ambos bandos, tampoco la de Irak. Por tanto, si los procedimientos son los propios de los atentados terroristas, éstos deberían considerarse una forma de ataque bélico si se producen en un contexto como el que nos ocupa.

Evidentemente, lo que el Gobierno trata de disimular es que cuando envía soldados al Líbano -o a Afganistán- está llevando a las tropas españolas a la guerra. En vez de explicar con razones loables y claras los motivos de nuestra presencia en estos países, el Ejecutivo trata de revestir todas las misiones con una aureola humanitaria y pacífica que las desfigura y resta valor al peligroso trabajo de nuestros soldados.

Cierto es que en septiembre de 2006 el ministro de Defensa sí reconoció el «riesgo de ataques de grupos incontrolados» en la zona y de que se produjeran ataques «con tácticas de tipo terrorista». Sin embargo, lo hizo sólo para prometer a continuación que los soldados españoles irían «debidamente dotados» con los «medios» para hacer frente a ambas eventualidades.

El hecho de que el vehículo en el que viajaban los seis fallecidos careciese de inhibidor de frecuencia, imprescindible para impedir activar los explosivos a distancia, demuestra que aquélla fue una promesa precipitada -por no decir vana- y poco o ningún consuelo podremos encontrar en el hecho de que otros países hayan desplazado también a sus soldados con una falta de protección y previsión equivalente.

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