No hay tregua para Tony Blair. Apenas habían transcurrido tres horas desde su dimisión como primer ministro, el Cuarteto para la paz en Oriente Próximo le nombraba su enviado especial en la región.
A su sucesor en Downing Street, Gordon Brown, le espera una ardua tarea: cómo concretar ese «trabajo de cambio» que ha prometido y a la vez hacer valer el legado del ex primer ministro al que ha servido durante diez años, a fin de que las urnas le ratifiquen en el puesto.
Con todo, mucho más difícil es la meta que se ha fijado Blair en su nuevo cargo: la paz en Oriente Próximo. ¿Cómo puede ser que el mismo político que ha abandonado la jefatura del Gobierno británico antes de tiempo precisamente por su impopular invasión de Irak sea designado para mediar entre israelíes y palestinos? Desde luego, el nombramiento ha sido recibido con recelo en el mundo musulmán y con abierto rechazo por Hamas. Pero pocas personas reúnen las virtudes de Blair para el puesto.
En primer lugar, su visibilidad. A muchos les será difícil recordar quién fue su predecesor en ese cargo, James Wolfensohn. Al nombrar a Blair, el Cuarteto indica que se va a tomar en serio el proceso.
En segundo lugar, Blair es reconocido incluso por sus detractores como un político extraordinariamente persuasivo. El hecho de que esa habilidad la haya puesto en práctica con éxito en otro proceso de paz, el de Irlanda del Norte, resalta su idoneidad. Pese a las obvias diferencias entre el Ulster y Oriente Próximo, hay dos similitudes destacables: en ambos casos se trataba de conflictos enquistados, y en ambos había una parte -el IRA y Hamas- reacia al reconocimiento de la otra y dispuesta a recurrir al terrorismo para conseguir sus fines. De ahí que la experiencia de Blair en aquellas negociaciones pueda ser su mejor baza, y una que no presentaban otros potenciales candidatos del Cuarteto como Bill Clinton o James Baker.
Hay por último quienes recelan de que el nuevo enviado especial, por ser una persona tan cercana a Bush, tome partido por Israel. Sin embargo, sería muy poco realista pensar que puede alcanzarse cualquier acuerdo de paz contra el parecer de EEUU. Y en este sentido, pocos como Blair pueden tener influencia sobre Bush para hacerle considerar otras opciones.
La pregunta que queda flotando no es por tanto por qué Blair es bueno para el puesto, sino por qué el puesto es bueno para Blair. ¿Por qué acepta dejar de ser el primer ministro de una potencia para entregarse a una misión que parece imposible? Quizá la respuesta esté en esa vena idealista que durante su mandato quiso combinar con su pragmatismo. Pero, sobre todo, porque la paz en Oriente Próximo sería la mejor forma de quitarse la espina de Irak y concluir su legado como un pacificador.
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