Los saltimbanquis, los cómicos de la legua y los actores ambulantes decoran acrobáticamente el paganismo de Aviñón. No quedan apenas iglesias consagradas ni perdura el recuerdo milagrero de la estirpe pontificia. Los actos de fe recaen en el ajetreo de las compañías trashumantes, que buscan espectadores y ojeadores para ganarse el pan del invierno. Sudan, ríen, engatusan al turista como mercaderes de carnaval, aunque la fiesta explícita de la calle -masais de Tanzania, zíngaros del mar Negro, emperatrices de Japón- es un reflejo engañoso del festival.
O una impostura visual que se descoyunta cuando descarrila el tren del infierno de Frank Castorf, dramaturgo «alemán del Este» que no abjura del telón de acero y que se maneja como un barquero espectral en el mapa de los puntos cardinales. Norte se llama el espectáculo delirante e histérico que se ha traído Castorf al liceo de San José. Norte se titula la novela homónima, expiatoria y postrera de Céline, aunque el director de escena germano la ha reciclado en una poderosa dimensión dramatúrgica. Dice que las obras de teatro convencionales son tan previsibles como los viajes en autopistas. Prefiere desentrañar los misterios y la complejidad de la narrativa. Especialmente cuando le consienten asistir a la vivisección de la especie humana. Céline era médico y contempló la caída del III Reich con «toda la crueldad científica de su mirada». Palabras de Castorf que aluden a la emulación dantesca del escritor francés -un viaje al infierno- y al memorial de su vergonzosa fuga. No podía quedarse en París porque temía las represalias de su antisemitismo y de su colaboracionismo. / SIGUE EN PAGINA 48VIENE DE PAGINA 47Por eso, Céline inició una fuga hacia Dinamarca (el Norte) con escalas en Baden-Baden y en Berlín. Agonizaba el nazismo (1944). Enloquecían sus verdugos.
Frank Castorf los amontona a bordo de un vagón de tren que simboliza materialmente la vergüenza del genocidio. Impresiona el griterío y la histeria de los fugitivos. Impresiona el aturdimiento y la locura de quienes capitularon. Impresiona la dinamita verbal del texto, jaleado en alemán con aliteraciones wagnerianas y convertido en el extremo grotesco, guiñolesco del acabose. Tenía morbo que un director de escena alemán releyera la caída del III Reich desde la mirada de un traidor francés.
Castorf ha sabido extrapolar la tensión y la brutalidad de la epopeya Norte al lenguaje teatral, pero el éxito molesta e indigna tanto como pueda hacerlo contemporáneamente la lectura de la novela. Y es que el segundo Viaje al fin de la noche de Céline -el primero forjó su mayor obra maestra- no hace recuento de los seis millones de judíos. Retrata el Apocalipsis con la carcajada de El Bosco y abre las zanjas del cementerio como si todos los muertos fueran iguales.
El enfoque inmisericorde desafina con el compromiso político y partisano de René Char (1907-1988), protagonista en el escaparate de Aviñón gracias al primer centenario de su nacimiento. La efeméride justifica una magnífica exposición en la Biblioteca Nacional de Francia, aunque es en el festival aviñonés donde acontece la celebración más original: Frédéric Fisbach, enfant terrible del teatro galo, estrena el 15 de julio una adaptación de Las hojas de Hipnos, sobrenombre de un cuaderno de aforismos, poemas, reflexiones y máximas que Char escribió cuando se encontraba literalmente en el frente. Nada que ver con la posición acomodaticia de Céline. El poeta meridional, simpatizante de la causa republicana en la Guerra Civil, se alistó en la Resistencia, adquirió el rango de capitán, adoptó el sobrenombre de Alexandre y tuvo un comportamiento militar objetivamente heroico.«Nada más leer Las hojas de Hipnos entendí que tenían una naturaleza teatral», explicaba ayer a EL MUNDO Frédéric Fisbach. «Son 237 momentos de escritura que parecen inspirados por Rimbaud y Hölderlin. No hay personajes, sino transparencias. Mi idea consiste en poner en escena la vitalidad que hay en cada uno de esos momentos. Traspasarla visual y conceptualmente».
La proeza sorprende a Fisbach mientras lleva a escena Los biombos de Jean Genet entre tinieblas, cementerios y espectros. El contexto histórico corresponde a la guerra de Argelia, aunque las coordenadas temporales han perdido la actualidad política que adquirieron entonces. Hubo de estrenarse en Berlín (1961), porque era imposible parodiar el colonialismo en los teatros de París. Al menos hasta que André Malraux, ministro de Cultura, tuvo el valor de rectificar la censura con cinco años de retraso. Patriotas y nacionalistas intentaron boicotear el espectáculo. Se produjo un atentado incendiario. Incluso el joven Jean-Marie Le Pen se dio a conocer porque consideraba intolerable la escena en que la soldadesca se pedorreaba en el funeral de un militar caído.
El tiempo ha relativizado los furores inquisitoriales, aunque Los biombos (Les paravents) constituyen una proeza escénica por la abundancia de personajes -86-, por la tiranía escenográfica y porque las acotaciones obsesivas de Genet apenas dejan espacio a la intervención y a la libertad de los directores de escena.
Apreturas que no le incumben demasiado a Fisbach. Le acusaron en Aviñón de haber desalmado el teatro de Racine (cuando Bérénice) y de haber desnaturalizado a Corneille (cuando La ilusión cómica). Ahora recoge consensos y parabienes porque su versión de Los biombos persevera en la universalidad del texto y se expone con audacia narrativa. Empezando por la idea de las marionetas japonesas. Fisbach se ha aliado con los maestros del Teatro Youkiza para desdoblar la galería de los personajes secundarios. No es un mero recurso funcional.
Las miniaturas se distancian jerárquicamente de los tres protagonistas -Said, su madre y su mujer-, están hechas de una materia distinta y, por tanto, se desenvuelven idóneamente en esa frontera de la muerte donde Jean Genet cultiva el canto al inconformismo y la rebelión.
Llama la atención la actualidad universal del texto -un viaje iniciático hacia la muerte en un país en guerra- y sorprende más aún el modo en que Fisbach se mueve en el espacio. Y sorprende tanto por el dominio natural del escenario como porque encuentra en las entrañas Les paravents las claves de una lectura poética que presiente, sin miedo, las brumas de la ultratumba.