El anticlericalismo sigue teniendo cierto gancho entre la izquierda y posiblemente por eso Zapatero eligió ayer la vía facilona para el aplauso. En el congreso de las Juventudes Socialistas, cuyos integrantes gustan llamarse los «nuevos rojos», el presidente del Gobierno puso en la diana de su discurso a la Iglesia. Pero hizo trampa. Zapatero acusó a esta institución de algo que no ha pretendido: imponer sus creencias a las leyes. Ni la Conferencia Episcopal aspira a hacer de España un estado teocrático ni por muchos aspavientos que hagan algunos los obispos son una amenaza para el Estado. «Ninguna fe puede imponerse en las leyes en un Estado democrático», proclamó el líder socialista, como si existiera, 30 años después de convivencia democrática, un peligro de involución en este sentido.
Su crítica la justificó Zapatero por las objeciones de la Iglesia Católica a la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Pero los representantes de esta confesión se han limitado a rechazar su obligatoriedad, acogiéndose para ello no a ninguna ley divina, sino a lo que establece la propia Constitución en su artículo 27.3: «Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones». Es decir, reclaman que la educación en valores corresponde a la familia y no al Estado, que en su opinión estaría tratando de imponer una formación moral obligatoria a todos los ciudadanos.
Criticamos en su día que desde la Iglesia se alentara la objeción de conciencia en respuesta a la implantación de esta materia, pero ese error no resta legitimidad al planteamiento de fondo, que es discutible, pero que no se puede despachar haciendo tremendismo o demagogia. Zapatero debería tener también en cuenta, cuando desliza estas críticas, que más del 95% de los padres elige hoy Religión para sus hijos, y no la alternativa curricular que ofrecen los colegios; que los valores de la democracia y el catolicismo son más coincidentes que no contrarios; que católicos los hay en las filas conservadoras, pero también en las suyas; y que alentar este tipo de polémicas da pie muchas veces a excesos, como los que cometió ayer, en el mismo foro, el sindicalista Cándido Méndez, que tildó groseramente de «hechicero de la tribu del PP» a monseñor Cañizares.
Resulta curioso, en fin, que el presidente blandiera la Constitución para conjurar los supuestos ataques de la Iglesia y no haya recurrido a ella hasta ahora para hacer frente a la religión nacionalista, mucho más peligrosa para la estructura del Estado. «La mejor manera de hacer ciudadanos españoles es respetar y apreciar la Constitución», manifestó. Ya era hora de que lo descubriera, podríamos añadir. Muy distinta habría sido, por ejemplo, la reforma de Estatutos.
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