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Algunas personas sólo guiñan un ojo para apuntar mejor (Billy Wilder) |
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Alberto Contador, a punto de convertirse en el español más joven que gana el Tour |
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Mantiene 23 segundos sobre Evans y 31 sobre Leipheimer tras una emocionante contrarreloj |
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JON RIVAS. Enviado especial
ANGULEMA.-
Se descorrió la cortina a cuadros, se abrió la diminuta ventana para que entrara de golpe una ráfaga de aire fresco. Y apareció un rostro enjuto, labrado por el esfuerzo de tantos kilómetros, una sonrisa luminosa. Dientes blancos que resaltaban sobre una piel tostada al sol, la de Alberto Contador, el campeón del Tour. Por la ventana abierta de la roulotte en la que los ciclistas se asean antes de subir al podio, Alberto hablaba y sonreía. Y dedicaba el triunfo a su familia. 55,5 kilómetros de esfuerzo, de sufrimiento, para convertirse en el ciclista español más joven que consigue ganar el Tour. Bahamontes lo obtuvo con 31, Ocaña con 28, Delgado con la misma edad e Indurain comenzó su serie triunfal con 27.
Contador ya está en el Olimpo del ciclismo. Será el tercer corredor que se lleve, a la vez, el maillot amarillo y el blanco. Se une a Laurent Fignon y a Jan Ullrich. Después de un Tour convulso, el ciclista nacido en Madrid, residente en Pinto, a unos pocos kilómetros, volvió a poner a los aficionados españoles delante del televisor. Una ráfaga de aire fresco. Llegó a la meta y levantó los brazos, mientras en el coche de su equipo, el Discovery, Lance Armstrong gritaba nervioso ante la imagen de su sucesor, el ciclista del futuro.
Fue una jornada de angustia. Una hora y un poco más de nervios. Desde que se subió al podio de salidas, en una repleta y estrecha calle de Cognac y se santiguó tres veces, concentrado sobre el manillar. Debía responder al acecho de Evans, australiano, segundo en la general. Buen escalador, buen contrarrelojista. Tenía también que aguantar el ritmo de su compañero Leipheimer, el favorito para ganar una etapa que se ajustaba a sus prestaciones como el maillot de lycra al cuerpo del ciclista.
Fueron 55,5 kilómetros de sufrimiento. Armstrong detrás, en el coche, junto a Johan Bruyneel, viviendo desde fuera lo que tantas veces saboreó desde dentro. Por una vez iba a experimentar en sus propias carnes lo que sufren los hombres que acompañan en su ascenso a la cumbre del Tour a un campeón. El Boss, el norteamericano perfecto. Contrarrelojista, escalador, sprinter, dando gritos por el altavoz a Contador, un escalador puro, delgado, de piernas de alambre, como los de los tiempos de Bahamontes. Pero Contador es de otra época. Pertenece a otra estirpe de deportistas. Hace décadas, Bahamontes, o Angel Nieto, o Santana, eran excepciones a la regla, que decía que el deporte español no existía. Ahora, Contador es uno más de la lista de los españoles que destacan en todos los deportes.
Aunque no se parezca en nada, por sus condiciones físicas, Contador es más Indurain que Bahamontes. Allá donde va triunfa. No es el deportista de la maleta de cartón en la estación de Dunquerke, que vendía guantes de piel de cabritilla para los ciclistas y se ganaba unos duros para completar el jornal. Contador es otra cosa. Un chico sin complejos que salió del hospital hace tres años, aprendió otra vez a andar y regresó al ciclismo para ganar el Tour.
Alberto es un soplo de aire fresco en el ciclismo de la convulsión y los escándalos. El de las bolsas de sangre y la testosterona sintética. Se agarró al manillar y escuchó las referencias que Bruyneel le daba, que Armstrong, muy nervioso, repetía histérico. Venga Alberto que es tuyo. Los registros le acercaban al objetivo, aunque llegaron las dudas porque a 30 kilómetros de la meta, mucha distancia, Evans se acercaba y se acercaba. Un australiano insistente, este tipo al que llaman chuparruedas, como a Zoetemelk hace años.
Pero Zoetemelk ganó el Tour y Evans no podrá este año, salvo sorpresas en forma de caída o de cosecha de bonificaciones en sprints (12 segundos) o en la línea de meta (20 s.). Porque Contador pensó en su familia, en su hermano Rubén, postrado en una silla de ruedas con una enfermedad cerebral. Sacó las fuerzas de donde ya no las había. Las piernas le dolían como nunca. Sufre, sufre, gritaba Bruyneel. Y llegó a la meta, y levantó los brazos en triunfo. Luego se metió en la roulotte para que su auxiliar le pusiera guapo para el podio. Pero tuvo un momento para abrir la ventana y sonreír a los que le esperaban fuera. Al hacerlo, entró una ráfaga de aire fresco.
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