Todos los presidentes estadounidenses han sufrido, al final de sus segundos mandatos, la fuga de sus principales asesores, pero la dimisión de Karl Rove, anunciada ayer, representa lo mejor y, sobre todo, lo peor de la Administración Bush, en caída libre de influencia y de popularidad desde la derrota republicana en las legislativas de 2006. Inseparable de Bush desde su campaña para gobernador de Texas, a principios de los años 90, y arquitecto de sus victorias presidenciales, Rove ha sido el asesor y amigo más admirado y temido del presidente. Excelente conocedor de la Historia y de las tendencias sociales de su país, imbatible en el juego sucio y sin ningún escrúpulo, impuso una disciplina férrea en la Casa Blanca, limitó estrictamente la información y utilizó todos los medios del Estado, legales e ilegales, para destruir a quien se atreviera a desafiar sus directrices. Por ello ha sido acusado de docenas de delitos en los principales escándalos políticos de los últimos años: desde la publicación del nombre de la agente de la CIA Valerie Plame hasta la destitución de los fiscales que denunciaron los excesos de la Administración Bush en la lucha contra el terrorismo. Ha eludido hasta ahora posibles condenas gracias al presidente, quien le ha librado de declarar ante el Senado alegando «privilegios del Ejecutivo».
Su principal éxito -la reelección de Bush en 2004- ha quedado completamente ensombrecido por la derrota republicana en las últimas legislativas, el desastre en Irak y la descomposición imparable de la coalición con la que Rove soñó con repetir la hazaña del presidente McKinley en 1900: consolidar una era republicana durante, al menos, una generación.
Como McKinley y su rasputín, el financiero Mark Hanna, a quienes Rove tanto admira, Bush fue reelegido a pesar de anegar a su Ejército en una guerra sin solución, pero, a diferencia de McKinley, que logró pacificar las Filipinas, en Irak nadie ve todavía ninguna luz al final del túnel.
En declaraciones al Wall Street Journal, Rove, siempre polémico y provocador, vaticinaba ayer, sin el menor rubor, que los EEUU ganarán la guerra en Irak. La política internacional nunca fue su fuerte, por lo que son más creíbles sus predicciones en política interior: la elección de Hillary Clinton como candidata demócrata en 2008 y la posibilidad de otra victoria republicana si sus representantes saben explotar las «vulnerabilidades fatales» de la senadora.
El 11-S cambió por completo las prioridades de Bush y Rove. Juntos abrieron la brecha más profunda en los EEUU desde la II Guerra Mundial e intentaron apoderarse de la bandera y de la patria -durante tres años lo consiguieron- para ocultar sus fracasos económicos y sociales.
Se va, dice, por razones de familia. Su coalición cristiana está haciendo aguas, Bush ya no lo necesita y los candidatos republicanos de 2008 lo ven más un obstáculo que el hombre indispensable que fue en las últimas dos elecciones presidenciales.
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