Los fieles se preparaban a recibir los santos sacramentos, cuando oyeron un rugido que provenía de las entrañas de la tierra, y vieron que una grieta atravesaba la iglesia desde el pórtico hasta el altar. En cuestión de segundos, los muros del templo se desplomaron, sepultando a quienes habían acudido a la misa vespertina. Más tarde, el alcalde de Pisco, Juan Mendoza, seguido de varios vecinos, escarbaba en los escombros en un intento desesperado por hallar supervivientes. Sólo lograron rescatar vivas a cuatro personas y, milagrosamente intacta, una efigie de la Virgen del Carmen.
A las 18.40 horas del miércoles (1.40 horas del jueves en España), un seísmo de grado 8 en la escala de Richter (según el Instituto Geofísico de EEUU), sacudía el centro y el sur de Perú, sembrando destrucción y muerte en al menos 15 localidades del país andino. El último parte emitido por el portavoz de los Bomberos de Perú, elevaba a más de 500 el número de muertos y estimaba en más de 1.500 el saldo de los heridos, a consecuencia del más catastrófico terremoto que ha sufrido Perú en los últimos 50 años y el peor que se ha registrado en el mundo desde 1990.
De acuerdo con el Instituto de Sismología de Lima, el epicentro se situó en el mar, frente a las costas del departamento de Ica, a unos 250 kilómetros al suroeste de la capital. El principal movimiento telúrico fue seguido por tres fuertes réplicas que acrecentaron el pánico de los pobladores, que trataban de salvar sus vidas, huyendo en todas direcciones y enceguecidos por el polvo que se levantó al desplomarse las casas. El seísmo se sintió con mayor o menor intensidad en todo el territorio peruano, desde la Amazonía y hasta la sierra andina. También se registraron sacudidas en el norte de Chile y al sur de Ecuador.
El presidente de Perú, Alan García, se encontraba despachando con sus ministros cuando diversos objetos empezaron a caer. Después de recibir el primer informe, que hablaba de poco más de 137 muertos, el estadista se apresuró a dar gracias a Dios por no haberse desatado una catástrofe de grandísimas proporciones y pidió calma a la población. Más tarde el mandatario se disculpó, cuando comenzaron a llegar al Palacio Presidencial, los escalofriantes datos que señalaban la verdadera magnitud de la tragedia.
Pasada la medianoche, el doctor Máximo Ecos, traumatólogo de la ciudad de Ica, llamaba desesperadamente a Lima, pidiendo refuerzos para atender a los heridos que atiborraban los pabellones y hasta los pasillos de todos los hospitales de aquel departamento, uno de los más prósperos del Perú.
La ciudad se había quedado a oscuras y grandes chorros de agua saltaban de los caños de la red de agua potable. Un hongo de fuego y de humo se elevó por encima de los tejados cuando las llamas de un incendio se propagaron, avivadas por el viento, hasta un depósito de combustible, situado en las afueras de Ica. «Los trabajadores de turno y otras personas que se encontraban cerca, se convirtieron en antorchas humanas ante la impotencia de los bomberos que no conseguían acercarse», dijo a Radio Continental, Miguel Durazno, uno de los testigos de la macabra escena.
A la luz de las linternas o de las llamas, los supervivientes hurgaban con las manos, tratando de rescatar a sus familiares de las ruinas. «La noche se llenó con los alaridos de los que estaban sepultados y por todas partes asomaban miembros, cabezas, ropas hechas jirones», relató a la misma emisora, el teniente Casanueva, uno de los miembros del primer equipo de socorro que llegó desde Lima, en un helicóptero, cuando comenzaba a clarear.
«Por mucho que le suplicamos que no expusieran sus vidas, la gente seguía buscando supervivientes en las construcciones semiderruidas. En su desesperación, algunos nos amenazaron con los puños o con armas. Era imposible contenerlos», dijo el mismo Casanueva.
Cuatro de los puentes de la Panamericana colapsaron y grandes tramos de la misma carretera, que atraviesa el país de sur a norte, se hundieron, dejando aisladas a más de 400.000 personas. En un operativo relámpago, las autoridades habilitaron el Estadio de Ica y lo que quedó en pie de una base militar, para acoger a los damnificados. Pero muchos prefirieron pasar la aterradora noche en los parques o en descampados. Allí se presenciaban escenas desgarradoras, de niños extraviados que llamaban a gritos a sus padres, de hombres y mujeres que deambulaban como sonámbulos.
A las 10.00, hora local, el jefe de operativos especiales de la Fuerza Aérea, Lotario Sánchez, dijo a los periodistas que en pocas horas se establecería un puente aéreo para llevar medicamentos, carpas, hospitales de campaña y frazadas para los damnificados, así como maquinaria para remover escombros. «La pista en el pequeño aeropuerto de Ica se resquebrajó y no existe la posibilidad de que aterricen los Hércules (aviones de transporte). Los primeros envíos y el traslado de personal especializado se realizará en helicópteros», precisó el coronel Sánchez.
Ola de robos y saqueos
La ciudad portuaria de Pisco, una de los joyas turísticas de Perú, presentaba el aspecto de Hiroshima después del estallido de la bomba atómica: el 70% de la zona urbana quedó reducida a escombros y hasta la tarde de ayer, los cuerpos de rescate a los que se sumaron numerosos voluntarios, continuaban recogiendo cadáveres de las calles y prestando ayuda moral a los supervivientes.
En Lima, los daños no fueron cuantiosos, pero la policía y el Ejército se desplegaron en los suburbios y en el vecino puerto de Callao, donde las hordas de delincuentes aprovecharon el apagón, para asaltar a transeúntes o saquear locales comerciales. Los 600 presos de un penal de la ciudad de Chincha (al sur de Lima) aprovecharon el hundimiento de los muros que los encerraban para fugarse. La cárcel, de factura antigua y cercana al mar, fue hundida por el terremoto, y sus 600 internos salieron corriendo en un momento de pánico. Las autoridades, en medio del caos, fueron incapaces de evitar la fuga.
La catástrofe provocada por el seísmo se vió agravada por una oleada de saqueos y robos en otras regiones del país.