A tan sólo catorce minutos del comienzo de la corrida, el camión frigorífico de la carnicería y un gentío al que se le olía las sardinas de las casetas bloqueaban el angosto acceso a la plaza. José Tomás y su cuadrilla, que venían de un hotel Cervantes que hervía por la avidez de verle pasar, descendieron de la furgoneta para ultimar el camino a pie.
El torero tiene un mechón canoso y un peso nuevo de los años en el rostro que de cincelado ha pasado a exprimido. Su cuadrilla le sacaba de encima a los aficionados, ingentes los llegados de Galapagar, que desde su reaparición le siguen con el mismo fervor de aquellas beatas que se juntaban alrededor de un árbol de El Escorial para ver aparecerse a la Virgen.
En el patio de cuadrillas, mientras aguardaba el paseíllo, a José Tomás era posible verle los labios sequísimos, agrietados, y esa mirada alucinada en la que se encapsula y que es la que ha llevado puesta durante todas estas últimas tardes en las que ha orillado la tragedia casi como si le apeteciera. Como si la sangre de La Malagueta equivaliera a sus pinturas de guerra.
Como si en su entorno de creyentes hubiese cuajado la petición valleinclanesca de que ya sólo le queda morir en la plaza, y él, como Belmonte, estuviese dispuesto a hacer lo que se pueda. Y más en Linares, 60 años después de la muerte de Manolete, con quien José Tomás parece entenderse como un médium. Si William Munny temía que cada jinete que llegaba fuera el hombre que venía a matarle, con cada toro que le sueltan a José Tomás se esboza la expectativa de que se trate de su Islero.
Es morboso. Es insano. Y cabe esperar que José Tomás no llegue a sentirse tan obligado por el personaje que le han creado como para arriesgarse a cumplir con la expectativa en cualquiera de estas tardes en las que, desde su regreso, lo da todo atornillado al albero como si el silencio en los tendidos fuera lo único que no le vale.
El candidato a Islero, su primero de la tarde, pesaba 520 kilos y era antojadizo, distraído. En la muleta fijaba la mirada en el hombre. Ya en el quite, citado el toro desde muy lejos, el aire descubrió por un momento al torero, agregó peligro y estremeció al público. Después ocurrió la cogida. A la espada llegó José Tomás con la pierna empapada de sangre, con un torniquete improvisado y con el semblante deformado por el dolor.
La sangre llegaba al zapato, había tanta que en esa primera hora se temía que le hubiera alcanzado la arteria. Cuando su cuadrilla trataba de alzarlo para llevárselo a la enfermería, tuvo el detalle inaudito de abstraerse por un momento de la herida en el muslo para enviar un saludo, una sonrisa y un gesto casi de disculpa a Joaquín Sabina, a quien había brindado el toro y que, lívido, le arropaba desde una barrera. Al cabo, se fue. Caminando, con la pierna muy rígida.
Y a sus seguidores, los que le esperaron para alumbrar el puro y se palmearon las espaldas llenos de expectativa cuando iban a soltarle el bicho, les quedó la honda impresión de contemplar cómo un hombre lleva el coraje hasta una medida en la que se roza la entrega en sacrificio. Y en Linares, en plena evocación de Manolete. Quedó la sensación de que no había con qué colmar el resto de la tarde. De hecho, no pocos tomasistas desertaron de la corrida en ese instante para irse al hospital a buscar noticias.
José Tomás desborda los cauces taurinos y tiene encaprichados a escritores que le inventan de un modo al cual él no solamente es ajeno. Sino que incluso puede llegar a convertirse en víctima. Dicen que más allá de la jurisdicción taurina es incluso chistoso, que rebosa inquietudes, que los años de retiro los dedicó a reencontrarse con la persona cuando corría el riesgo de creerse lo que le decían - «Eres Dios»- y a vivir con retraso la juventud postergada.
Pero el ambiente taurino le obliga a atrincherarse en una timidez elevada a la categoría de misterio por la que a veces parece estar instalado en una dimensión diferente, que le convierte en un eterno ausente mientras sus prosistas periféricos deciden quién es.
A veces, un ariete con el que abrir brecha en las filas de los anti-taurinos y volver a levantar, él solo, la pasión por los toros en un ámbito en el que languidecía por el acoso político: nos referimos, claro, a esa prodigiosa reaparición en Barcelona, cuando José Tomás se antojó una suerte de caballo de Troya de cuya panza salieron los prosistas aferrados a la consigna de la defensa de la Fiesta. Otras veces, las más, es ese ente galáctico del que se espera un toreo bonzo y al que se calibra de forma implacable precisamente por lo sacralizado que se le tiene.
Porque tampoco el tendido le perdonaría que lo dejara en silencio. Y así, obligado por la expectativa, José Tomás acepta que cada toro puede ser su Islero. Por todo ello, en su verano no deja de manar sangre. Y a punto estuvo de ocurrir que en la arena de Linares quedara consagrado otro palmo de suelo que las próximas generaciones tuvieran que honrar con flores en memoria de un torero grande.
SE ROZO LA TRAGEDIA.
José Tomás se encontró en primer lugar con un difícil ejemplar de Núñez del Cuvillo. Al diestro poco le importaron sus malas intenciones y comenzó a torear con gran quietud, despreciando el peligro del animal, que le prendió espectacularmente en el epílogo de la faena. El toro le hirió en el muslo de gravedad y, tras levantarse de la arena, continuó en el ruedo con un torniquete sobre la herida para acabar con la vida del astado. La plaza, sobrecogida por el percance, pidió para él las dos orejas,