El combate interno en el PNV se cobró ayer su gran víctima: el presidente del partido. Josu Jon Imaz, que había apostado con fuerza por la moderación del nacionalismo vasco, arroja la toalla frente a los sectores más radicales, renuncia a la reelección en la próxima Asamblea y abandona la política para regresar a su actividad profesional. Imaz anunció su retirada después de que la Ejecutiva del PNV aprobara la ponencia política para la Asamblea de diciembre. Aunque supuestamente el texto es fruto del consenso entre los sectores moderado y radical, en realidad parece redactado por Ibarretxe y Egibar. Concretamente, exige «el reconocimiento de la existencia del Pueblo Vasco como sujeto político y el derecho a la libre determinación del mismo» y señala que debe ofrecerse a la sociedad vasca el «derecho a decidir» a través de una «consulta popular».
El presidente del partido se había mostrado públicamente en contra de la convocatoria de esta consulta y ha dado a conocer su renuncia en una carta titulada Apostar por el futuro. En ella, Imaz explica claramente que se va ante la imposibilidad de «llevar a cabo la modernización» del nacionalismo vasco en un contexto de división y asegura que «conceptos como estado-nación, soberanía o independencia adquieren hoy tintes diferentes de lo que en el pasado representaban». No cabe duda de que el líder del PNV ha dado una lección de coherencia, y seguramente quiere llamar la atención sobre la progresiva radicalización del nacionalismo vasco. La repercusión de la marcha de Imaz no se agota en el ámbito interno del PNV, sino que tiene una lectura en clave de política nacional.
Siempre hemos dicho en estas páginas que Zapatero no es ni un «malvado» ni un «traidor», pero sí un iluso en sus relaciones peligrosas con los nacionalistas. El presidente ha basado su actuación política en muchos castillos en el aire y demasiadas ensoñaciones... pompas de jabón, en suma. La más trascendente es sin duda la que le llevó a creer que se daban las circunstancias para que ETA abandonara las armas. Pero también creyó que los nacionalistas catalanes serían capaces de pactar en su Parlamento una reforma del Estatuto que él pudiera aprobar, que ERC se moderaría al formar parte del Gobierno catalán o que su acuerdo en La Moncloa con Artur Mas sería capaz de alumbrar un texto acorde con la Constitución y un gran acuerdo con CiU en Cataluña y en Madrid.
Nada de esto ha sucedido. Todos sus sueños se han estrellado contra la realidad. Y el caso de Imaz es, de momento, la última pompa de jabón que se le escapa de entre las manos. El presidente no acaba de caer en la cuenta de que las cesiones a los nacionalistas no fortalecen el ala moderada y sensata de esos partidos, sino precisamente a los sectores más radicales, a quienes la debilidad de palabra y obra les estimula para pedir cada día más.
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