Les lanzaron gases lacrimógenos y siguieron marchando. Cargaron contra ellos y se levantaron para continuar. Les dispararon y también siguieron adelante. Los hijos de Buda de Birmania se enfrentan con las manos desnudas y ningún miedo al más brutal Ejército del sureste asiático.
Es una batalla desigual en la que los monjes tienen la fuerza moral de su lado y los soldados los fusiles. «Estamos aquí por el pueblo. Nos disponemos a morir por él», decía un joven novicio con la cabeza rapada y la túnica color azafrán que simboliza la rebelión. La Junta militar tomó Rangún, principal ciudad del país y centro de las manifestaciones, en un intento de doblegar el mayor desafío contra su poder en dos décadas.
Líneas horizontales de militares armados recorrieron las calles apaleando a los monjes y arrojándolos a furgonetas antes de llevárselos arrestados.
Varios hospitales confirmaron la muerte de al menos cinco personas y el ingreso de decenas de heridos, la mayoría religiosos.
La determinación de los monjes es una mezcla de la fe de los católicos polacos en su lucha contra los soviéticos y la resistencia pacífica de Gandhi. A los golpes responden con cánticos. A los disparos, con llamadas a la paz. Y a los arrestos de los suyos, condenando el alma de los militares que durante 45 años han sometido a este pueblo.
Ancianos, mujeres y estudiantes se arrodillaban ayer al paso de los monjes, juntando las palmas de sus manos y haciéndoles reverencias, a menudo con lágrimas en los ojos.
Uno de los religiosos se dirigió a la muchedumbre para pedirles que se mantuvieran al margen por miedo a que aumentara el número de víctimas. «Dejadnos a nosotros, no queremos que os hagan daño», decía megáfono en mano, enfrentado a una columna de soldados protegidos por grandes escudos metálicos y armados con rifles. Recordaba, en versión birmana, la escena del joven estudiante chino en 1989, frente a los tanques en Tiananmen.
La esperada represión de la Junta militar llegó tras 10 días de protestas que se han extendido a ciudades de todo el país. Cientos de soldados fueron desplegados en Rangún antes del amanecer, rodeando la pagoda Shwedagon, símbolo espiritual de los birmanos y punto de partida de las manifestaciones.
Los monjes respondieron al cordón policial tratando de avanzar pacíficamente y fueron fuertemente reprimidos con disparos al aire y cargas policiales. Algunos de ellos yacían en el suelo rodeados de un baño de sangre mientras los civiles gritaban a los militares «asesinos».
Los religiosos no cejaron en su empeño y en un número superior a los 10.000 siguieron camino hacia la pagoda Sule, etapa final de las protestas, donde se habían apostado varios camiones llenos de soldados. Las cargas se repitieron, obligando a los monjes a dispersarse en mitad de una nube de gases lacrimógenos.
Naing, un joven universitario que grabó con el vídeo de su teléfono móvil la violenta represión policial, aseguraba que los militares habían violado lo más sagrado del país y que también él se uniría a partir de ahora a las manifestaciones. «Mañana seremos más. No vamos a parar», decía cerca de la pagoda Sule.
La Junta militar está aún lejos de ser derrocada. La protegen 400.000 soldados que han entregado su lealtad a cambio de los beneficios de uno de los sistemas más corruptos del mundo. El seguimiento de las manifestaciones, aunque masivo, todavía no amenaza a los generales que reinan con mano de hierro desde 1962. Pero podría hacerlo.
Liderados por el comandante supremo, Than Shwe, los dirigentes birmanos viven las protestas atrincherados en la nueva capital de Napydaw, levantada el año pasado en mitad de la jungla a 400 kilómetros de Rangún. Un consejo de emergencia se halla reunido gran parte del día para tomar las decisiones, aislado de influencias externas.
Los últimos en sumarse al movimiento democrático han sido los universitarios, que vuelven a las calles por primera vez desde que miles de ellos fueran masacrados en las protestas de 1988, el último gran desafío al régimen. Forman, junto a los monjes y la líder de la oposición y Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, el frente contra el Gobierno.
El misterio rodeaba ayer el paradero de La Dama, como conocen los birmanos a su heroína. Grupos disidentes aseguran que ha sido trasladada de su arresto domiciliario a una cárcel fuera de Rangún. Los militares quieren evitar otra escena como la del sábado, cuando un grupo de monjes se saltó los controles y contactó con Suu Kyi a las puertas de su casa.
Queda por saber si la violenta represión de ayer hará desistir a monjes y disidentes o encenderá aún más los ánimos. Rangún permanecía a última hora en calma después de que la policía recorriera las calles anunciando otro toque de queda.
Lo que empezó en agosto con las quejas por la subida de la gasolina se ha convertido ya en la revolución del azafrán, el color de las túnicas de los monjes.
Oiga la crónica de David Jiménez, enviado especial a Birmania, y vea las imágenes de la revuelta en: www.elmundo.es