Viernes, 28 de septiembre de 2007. Año: XVIII. Numero: 6494.
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LA REVOLUCION DEL AZAFRAN / Por primera vez en 10 días de protestas, las tropas birmanas utilizaron armas automáticas para abrirse paso entre los manifestantes / Nueve personas murieron, incluido un fotógrafo japonés
El soldado miró al fotógrafo caído y apretó el gatillo a bocajarro
El enviado de EL MUNDO, testigo de los disparos del Ejército birmano junto a la pagoda de Sule que mataron a 8 manifestantes y a un periodista
DAVID JIMENEZ. Enviado especial

Los birmanos la conocen como la avenida de la compasión, pero el periodista japonés Kenji Nagai sólo encontró crueldad. Tendido en el suelo, sin más arma que una cámara, había caído a los pies de un soldado. Este le miró, apuntó su rifle y apretó el gatillo a bocajarro antes de seguir su marcha sin inmutarse. Mientras la comunidad internacional negocia resoluciones y emite condenas, los militares birmanos matan con total impunidad en las calles de Rangún y tratan de silenciar a los pocos periodistas que están siendo testigos de la represión.

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Los militares recorren las calles de forma sistemática, avanzando al ritmo del sonido -¡tum!, ¡tum!- de los golpes de las porras contra sus escudos metálicos.

Viene de primera página

Los manifestantes trataron de detenerles a su paso por la avenida de la pagoda Sule, en el centro de Rangún, pero se encontraron con la determinación de la Junta Militar de cumplir su promesa de disparar a matar. Por primera vez en 10 jornadas de manifestaciones, las tropas birmanas utilizaron armas automáticas para abrirse paso entre una muchedumbre que se les enfrenta desarmada.

La televisión estatal reconoció a última hora de ayer que al menos nueve personas murieron -incluido el fotógrafo japonés de 50 años de la agencia gráfica APF News- y 42 resultaron heridas. «Los manifestantes lanzaron ladrillos, palos y cuchillos a las fuerzas de seguridad. Ante su situación desesperada, la policía tuvo que disparar», aseguró la Junta Militar en un surrealista mensaje que situaba a sus soldados como víctimas de los manifestantes.

El Gobierno había tratado de aplacar las protestas asaltando de madrugada los nueve monasterios más importantes de Rangún, golpeando a los religiosos y deteniendo a cientos de ellos. Camiones llenos de militares bloqueaban la salida de los principales templos, pagodas y monasterios para evitar la participación de los religiosos en el mayor desafío al régimen en dos décadas.

Pero la revolución del azafrán, bautizada con el color de las túnicas de los monjes, ha dejado de ser sólo cosa de religiosos budistas. Decenas de miles de personas tomaron su relevo en las calles. Mujeres y hombres, estudiantes y parados, ancianos y adolescentes, se sumaron al movimiento, impulsados por la indignación ante los ataques lanzados la jornada anterior contra los bonzos, considerados los guardianes de la moral del país frente al brutal y corrupto régimen militar.

Los birmanos que no quisieron arriesgar la vida aplaudieron desde balcones, ventanas y puentes, lanzando comida y agua al paso de la concentración.

«No dejaremos solos a los monjes. Tenemos que defenderles», decía Ko, uno de los líderes de la revuelta encargado de organizar las marchas. Los manifestantes se concentraron frente a las barricadas instaladas por la policía delante de la pagoda Sule y en otros dos puntos del este de la principal ciudad del país.

El jefe del batallón de los soldados, un hombre de baja estatura y barriga prominente subido a una vieja furgoneta, lanzó a través del megáfono el ultimátum previo a la ofensiva de las tropas: «Se tomarán medidas extremas contra aquellos que desobedezcan esta orden. Tienen 10 minutos para desalojar la calle». Los soldados avanzaron despacio, en filas horizontales, disparando sobre las cabezas de los manifestantes, golpeando a los rezagados que se habían tropezado y ejecutando a quienes quedaban aislados o arrinconados, incluida una joven de 19 años que yacía en un baño de sangre en mitad de la calzada.

Los heridos fueron llevados en brazos, introducidos en taxis y conducidos a los hospitales. Varios cientos de manifestantes lograron rodear a una unidad de soldados en la entrada del monasterio Okkalapa, pero fueron repelidos a tiros.

Uno de los momentos de mayor tensión se produjo cuando uno de los manifestantes aparcó un camión lleno de ladrillos en el extremo de la avenida de la pagoda Sule y decenas de personas se apresuraron a armarse mientras las tropas avanzaban hacia ellas cargando sus fusiles. «No a la violencia. No respondáis», pedían los monjes. Y la gente dejó los ladrillos en el suelo.

Decenas de arrestados fueron esposados boca abajo contra el suelo, registrados y apaleados si tenían cámaras, grabadoras o teléfonos móviles, las armas mediáticas con las que los birmanos han enviado pruebas de la represión a todo el mundo a través de internet.

El frente de la protesta la formaban ayer los universitarios en lugar de los religiosos, con grupos de jóvenes portando pancartas con el lema «Unión de Estudiantes» que anunciaban su regreso a la actividad política tras años confinados en las facultades. «Dañar a un monje es lo peor que se puede hacer en la vida. No permitiremos que les peguen», decía un anciano de 77 años que se había sumado a la manifestación de la avenida de la pagoda Sule y ondeaba una bandera del partido de Aung San Suu Kyi, la Premio Nobel de la Paz y heroína nacional que lidera la oposición y permanece encarcelada.

Las autoridades impusieron al anochecer un nuevo toque de queda hasta el amanecer mientras los altavoces alertaban de nuevas acciones contra quienes traten de protestar hoy. Los manifestantes, cada vez más organizados, han anunciado que volverán a desafiar las órdenes y han convocado concentraciones para primera hora de la tarde. El miedo que durante décadas de dictadura había maniatado a la población parece haber desaparecido. Los generales de Rangún están dispuestos a todo para reinstaurarlo.

Oiga la crónica de David Jiménez, enviado especial a Birmania, y vea las imágenes de la revuelta en: www.el-mundo.es

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