Domingo, 30 de septiembre de 2007. Año: XVIII. Numero: 6496.
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LA REVOLUCION DEL AZAFRAN / La líder de la oposición
Lágrimas por la 'Mandela' de Rangún
La Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi vive desde la impotencia de su encierro la nueva rebelión de un pueblo que la adora
DAVID JIMENEZ. Enviado especial

RANGUN.- El pelo recogido y tocado por una flor, la piel suavizada por la humedad tropical del sureste asiático y el gesto amable de su dulce determinación. Aung San Suu Kyi no aparenta los 62 años que cumplió el pasado junio. Ni el peso de tener sobre sus hombros la esperanza del pueblo birmano ni los años de encarcelamiento han cambiado mucho la imagen de una mujer que los birmanos no pueden nombrar sin arriesgar la cárcel. Por eso la conocen, simplemente, como La Dama.

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Nadie sabe dónde se encuentra la líder de la oposición o en qué situación. Fuentes de la disidencia aseguran que ha sido trasladada de su arresto domiciliario a la cárcel de máxima seguridad Insein, la más temida del país. La última vez que se la vio fue el pasado 22 de septiembre.

Llovía sobre Rangún cuando Suu Kyi recibió a las puertas de su casa una visita inesperada que rompió con la soledad de su confinamiento. Un grupo de monjes habían logrado saltarse los controles militares que dan acceso a la vivienda donde cumple arresto domiciliario, llamándola desde el jardín. «Aung San, no te vamos a abandonar».

Fue un momento emotivo. La Mandela de Asia salió a saludarles y, con lágrimas en los ojos, dio a los bonzos la aprobación que buscaban para seguir manifestándose. «Bien hecho», alcanzó a decir. El encuentro iba a cambiar el signo de las manifestaciones que estaba viviendo el país hasta entonces, dando alas a la rebelión y desatando las iras de un régimen militar que, con toda su brutalidad y poder, tiembla ante esta mujer menuda de escasos 156 centímetros de altura y cuerpo liviano.

Quienes conocen el país sabían que la represión era ya inevitable. Los generales no podían permitir la unión de la disidencia política con el clero porque ambos formaban un enemigo formidable: cuatro días después los soldados disparaban a civiles desarmados en las calles de Rangún.

Hace cuatro años, en uno de sus breves momentos de libertad, Suu Kyi concedió una entrevista a este corresponsal en la sede de su partido, la Liga Nacional para la Democracia (LND). Llegó en un viejo Toyota blanco, se bajó del coche y sonrió a los espías del Gobierno que la fotografiaban, literalmente, subidos a las copas de unos árboles (la dictadura birmana no ha aprendido la sutileza de sus aliados en China).

La Dama habló de los sueños de su gente, de justicia y de la necesidad de que el mundo no olvidará a su país herido. Preguntada por sus sacrificios durante los largos años de encierro, se detuvo unos segundos y se mostró contrariada: «¿Sacrificios? Yo arriesgo mucho menos y mis sacrificios son siempre menores comparados con los de mi pueblo».

Suu Kyi nació entre algodones en la familia más importante de Birmania. Su padre, Aung Sun, fue el héroe de la independencia de los británicos y su primer líder hasta su asesinato en 1947. Los generales que heredaron el poder de su padre cuidaron de la familia, Suu Kyi fue enviada a los mejores colegios y terminó estudiando en Oxford.

De Oxford a casa

Todo cambió cuando en 1988, la entonces joven académica se vio obligada a regresar urgentemente a Rangún ante la enfermedad de su madre. El país al que volvía se había transformado en la feroz dictadura que es hoy y Suu Kyi decidió quedarse para tratar de cambiarlo. La opositora birmana fue testigo como en agosto de ese mismo año los militares masacraban a miles de personas que pedían democracia en las calles. Los generales aceptaron dos años después organizar elecciones y Suu Kyi las ganó con el 82% de los votos, un resultado que nunca fue aceptado. La Junta respondió encarcelándola y endureciendo la represión.

Los sacrificios que Suu Kyi minimiza al compararlos con los de los birmanos han sido muchos desde entonces. Lo de menos han sido las huelgas de hambre para pedir la liberación de sus compañeros, las semanas enteras que ha pasado en su viejo Toyota frente a puestos militares que le impedían el paso o la negativa a ser liberada si no lo eran antes otros disidentes. Ha sido más duro no ver crecer a sus hijos hoy adultos, Kim y Alexander, y no haberse podido despedir del marido que dejó en Oxford, Michael Aris, cuando éste agonizaba de cáncer. Los generales anunciaron entonces que la dejaban marcharse, por supuesto con la intención de no volverla a dejar entrar nunca. La Dama le escribió una carta de despedida en la que explicaba por qué no podía acudir a su lecho de muerte: él la necesitaba, pero su pueblo la necesitaba aún más.

Los años de encierro en su casa de la Avenida de la Universidad no han mermado la determinación de Suu Kyi. «Durante mis arrestos en casa leo mucho, escribo y sobre todo medito, me da fuerzas», ha dicho alguna vez. Los generales no han podido torturarla o eliminarla como han hecho con cientos de disidentes porque es la hija del más venerado de los héroes nacionales. Aún así, el líder supremo de la Junta, el general Than Shwe, siente tal animadversión hacia ella que hace dos años abandonó una reunión con oficiales de Naciones Unidas nada más escuchar su nombre.

El odio de los militares contrasta con la adoración del pueblo. Su imagen está tan ligada al futuro del país que en los remotos pueblos del norte los campesinos creen que Suu Kyi tiene poderes mágicos y que llegará el día en que los utilizará para derrocar al régimen que los subyuga.

Las manifestaciones de los últimos días en Rangún, lideradas por los monjes y reprimidas con brutalidad por el Ejército, han despertado de nuevo en el pueblo el sueño de ver algún día a su heroína al frente del país. Para los más jóvenes, sin embargo, Suu Kyi empieza a ser una figura distante. Es fuera, en el resto del mundo, donde su imagen ha alcanzado proporciones de leyenda.

Los años de resistencia y su determinación de utilizar la no violencia para sus fines políticos la han convertido en un icono internacional. El grupo irlandés U2 la ha dedicado una canción -«Podías haber volado, eres un pájaro en una jaula abierta, que sólo echará a volar, echará a volar a cambio de la libertad»-, la primera dama estadounidense Laura Bush acaba de pedir su liberación y su imagen ha adornado las pancartas de las decenas de manifestaciones que están teniendo en todo el mundo en apoyo del pueblo birmano. El arzobispo sudafricano Desmond Tutu dice de ella que es la Mandela de Birmania. Los birmanos firmarían que lo fuera aunque tuvieran que esperar, como los sudafricanos, 27 años para verla liderándolos hacia la libertad.

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