RAMY WURGAFT. Enviado especial
El presidente de Bolivia se seca la transpiración de la frente y deposita una ofrenda de flores rojas junto al monumento del Che Guevara, que se encuentra a un costado del viejo aeródromo. Evo Morales saluda a los jóvenes que le esperaban tumbados a la sombra de unas acacias polvorientas, a los que salieron de las tiendas de campaña donde pasaron una mala noche, bajo el ataque inclemente de los mosquitos, y a los 600 regresados orgullosos de un curso de alfabetización, dirigido por maestros cubanos.
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«No hemos venido a honrar la memoria de un difunto, porque el Che sigue vivo en nuestros corazones y vigente en las obras que se hacen para arrancar a estos pueblos de la pobreza», exclamó el líder aymara, tratando de hacerse oír por encima del clamor del público y de un altavoz que seguía retumbando con los sones de A Desalambrar, uno de los himnos revolucionarios más escuchados desde que llegamos al trópico boliviano, donde Ernesto Guevara libró su última batalla.
El técnico mueve unos cables y ahora sí se escucha la entonación andina del presidente, que pronuncia sus palabras como si las clavara con un martillo. «Los señores que se juegan el dinero de los trabajadores se estaban riendo... En un diario decían que a este encuentro muy pocos vendrían porque el Che es un símbolo del pasado. No quieren saber de las multitudes que están aquí diciendo no al neoliberalismo y no a los que quieren despojar las riquezas de este suelo». El mandatario afirma que «en los 50 y 60 los pueblos se alzaron en armas contra el Imperio, pero ahora es el Imperio el que levanta armas contra los pueblos». Las más de 2.000 personas que han venido de países tan distantes como Francia o incluso de EEUU, levantan pancartas con la consigna de El Che vive o las cámaras de los móviles para fotografiar la tarima donde están Leonardo Urbano Tamayo, un superviviente de la escaramuza que culminó con la captura del médico argentino-cubano; el general cubano Rogelio Acevedo, que peleó junto al Che en Sierra Maestra, y artistas de Venezuela, Argentina y Cuba.
'Che-Cola' y no Coca-Cola
En la plaza municipal, los vendedores de estatuillas, ponchos y hasta latas de bebida revestidas de etiquetas que en vez de Coca-Cola ponen Che-Cola, ofrecen sus mercancías gritando a todo pulmón.
«Para cuando nos despedimos de Morales, ya había perdido la cuenta de los tazones de café que bebía», cuenta uno de los chicos de la delegación cubana. Era la única forma de mantenerse despierto tras la caminata que emprendimos la tarde del sábado, desde el pueblo de Pucará hacia el de La Higuera, donde los soldados acabaron con la vida del Che.
Por el sendero que asciende del cañón de río Ñancahuazú avanzaba el grupo, portando antorchas que arrojaban luz sobre los contornos de los cerros. Varias veces nos detuvimos en las postas que levantaron los médicos cubanos para dar de beber o curar las ampollas de los peregrinos. Por hacerle caso a Tato Peredo y a sus entusiastas amigos, algunos se desviaron hacia la cueva donde el comandante y sus hombres se escondieron antes de caer en la emboscada de los ranger. El sobrino de Inti Peredo, uno de los lugartenientes de Guevara, se puso a buscar con una linterna alguna inscripción que su tío hubiera grabado en la roca.
Al salir de la gruta hubo que buscar un atajo para volver a unirse al resto. A diferencia de la mayoría de los turistas revolucionarios, que iban cargados de insignias y tocados con boinas negras, Tato llevaba sólo un pin del Che prendido a la camisa. «Las veces que se aparecía por su casa, Inti pedía a los niños que le contaran algo divertido. Yo era pequeño pero notaba que separarse de nosotros era una experiencia desgarradora para él», dice con tristeza.
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