El presidente del PP, Mariano Rajoy, emplazó ayer a todos los ciudadanos a que mañana, Día de la Hispanidad, celebren la Fiesta Nacional «sin aspavientos pero con orgullo», mediante «algún gesto que muestre lo que guardan en su corazón». Se trata de una iniciativa tan singular como inesperada. Primero, porque nunca antes en democracia un líder político había animado a los ciudadanos a manifestar de forma expresa su patriotismo, ni en ésta ni en ninguna otra fecha. Y, segundo, porque llama la atención que sea el líder de la oposición, en lugar del presidente del Gobierno, quien tome la iniciativa y promueva un ejercicio cívico de reafirmación nacional.
La iniciativa de Rajoy supone el contrapunto a la falta de reflejos con que el Gobierno aborda un momento político muy tenso, debido al resurgimiento de ETA y a los ataques a la Corona por parte de una minoría de radicales envalentonados al socaire del pulso soberanista de Ibarretxe y de la indolencia del propio Ejecutivo. La propuesta del presidente del PP merece ser valorada desde un punto de vista político en sentido amplio, por más que su formulación parezca vinculada a la campaña Somos España con que el PP viene contestando a los extremistas que queman fotos de la Familia Real, y a la desafección por la bandera nacional en muchos ayuntamientos.
Frente a los ataques y el cuestionamiento de los principales símbolos de nuestro marco democrático de convivencia no caben falsos relativismos ni tirar balones fuera. Esto es lo que hizo ayer el secretario de Organización del PSOE, José Blanco, cuando trató de deslegitimar a Rajoy acusándole de «usurpar» la Fiesta Nacional, y metiendo de por medio al Rey con el artero argumento de que el líder del PP amagó un mensaje institucional que «sólo puede realizar el Jefe del Estado».
El Gobierno y el PSOE reprueban una propuesta que deberían haber liderado, incluso arriesgándose a romper amarras con sus socios y acreedores. Tal vez deberían preguntarse por la conveniencia de la iniciativa, en lugar de -por mero electoralismo- denostarla enrrocándose en los estereotipos habituales sobre la «apropiación de los símbolos» de la derecha. Más aún cuando el Día de la Hispanidad podría ser el marco ideal para empezar a recuperar los consensos básicos.
Sobran motivos para afirmar la necesidad de un pronunciamiento patriótico sosegado pero firme, cuando hasta la prensa extranjera se hace ya eco del malestar de la Corona por los ataques de los radicales. En atención a toda esta situación de excepcionalidad, Su Majestad aprovechó el acto de constitución del Consejo de Defensa Nacional para escenificar la autoridad indiscutible de la Corona como máximo garante del orden constitucional y de la unidad de España. En una decisión sin precedentes y altamente simbólica, el Rey se hizo acompañar por su sucesor, el Príncipe Felipe -los dos de uniforme-, para presidir este órgano asesor de las Fuerzas Armadas bajo autoridad del Gobierno, pero cuyo mando simbólico compete al Monarca. Para «gesto», el de ambos.
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