En mitad de la tensión política propia de la época preelectoral que vivimos, España -la oficial, pero también la real que acude en masa al Museo- ha querido darse un homenaje de orgullo propio con la primera pinacoteca del país como protagonista. La inauguración de la ampliación del Museo del Prado -la más importante de sus doscientos años de historia- se ha celebrado por todo lo alto. Primero, cena de gala en el restaurado Casón del Buen Retiro, que llevaba diez años cerrado. Y ayer, inauguración oficial con los Reyes, los Príncipes de Asturias, el presidente del Gobierno, y las máximas autoridades culturales.
La reforma del Prado ha tardado en cristalizar nada menos que 14 accidentados años, plagados de polémicas con los vecinos, controversias sobre el proyecto original de Rafael Moneo -que tuvo que ser variado- y ampliaciones del Presupuesto. En total, las obras han costado 152 millones de euros -unos 25.000 millones de las antiguas pesetas- para una ampliación de más de 22.000 metros cuadrados. Habrá ciudadanos a los que esta cantidad les parezca una barbaridad, pero tanto el Patronato como los expertos y los visitantes que han tenido la oportunidad de verlo, consideran que la inversión ha merecido la pena y que el proyecto de Moneo, cuestionado en un principio, ha resuelto muy bien las múltiples complicaciones que presentaba la reforma de un edificio tan singular.
El acto de inauguración distó mucho de ser protocolario. Tanto el Rey como el presidente del Gobierno destacaron que el nuevo Prado no habría sido posible sin el consenso de los dos grandes partidos nacionales. De hecho, allí estaba la ex ministra de Cultura del PP Pilar del Castillo, a quien seguramente le agradó oír de labios de Zapatero que el mérito de la obra corresponde al anterior Gobierno y al actual.
El discurso del Rey también fue más allá del inevitable protocolo. Don Juan Carlos quiso trascender lo cultural para señalar que el Prado es una «de las grandes instituciones que nos identifica como pueblo y como una gran nación». En este sentido, los Reyes -no por casualidad- decidieron posar para la imagen oficial delante de un cuadro que resume en gran parte nuestra Historia como pueblo. Se trata del Fusilamiento de Torrijos, pintado por Antonio Gisbert en 1888, que recoge el momento en el que el militar liberal y un grupo de correligionarios fueron fusilados por orden de Fernando VII en las playas de Málaga. El cuadro ha sido considerado siempre un alegato contra el autoritarismo y en defensa de la libertad.
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