Miércoles, 7 de noviembre de 2007. Año: XVIII. Numero: 6534.
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 ESPAÑA
VIAJE REAL / La opinión
Y el Rey se arrimó
DAVID GISTAU

La víspera de la visita, un melillense que lleva años trabajando en la seguridad de la Casa Real almorzaba con su familia en un restaurante cercano a la plaza de España y repleto de policías del dispositivo de refuerzo. Con la voz rota por una afonía, ese hombre que casi podría llenar un mapa del mundo con las chinchetas que representaran todos los viajes en los que ha acompañado a los Reyes confesaba que, al estar en Melilla de servicio, cumplía por fin un anhelo personal que marcó su carrera entera. Como ese deseo era también el de toda una ciudad necesitada de cariño, lo único que pedía ya es que el protocolo no envarara al Rey como si se tratara de un acto rutinario: «Ojalá que se arrime a la gente». A su gente, por primera vez.

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Esa misma noche, en un bar del puerto deportivo, algunos notables de Melilla comprobaban cómo los esfuerzos de última hora por engalanar la ciudad les habían dejado sin efectivos con los que armar la partida de mus o de dominó diaria. Formaban parte de los 400 invitados a almorzar con el Rey al día siguiente, y comentaban con cierta sorna la circular que les habían hecho llegar con las recomendaciones protocolarias para el besamanos. No llevar regalos al Rey. No hacerse fotografías con el móvil. No demorar el ritmo con una conversación larga:

«Ya verás cómo alguno aparece con un traje beige».

Para explicar la sensación de abandono que estaba a punto de reparar la visita Real, uno de ellos empleó una imagen: «Esto es como cuando un chaval estudia en el extranjero, lleno de añoranza de su tierra y de su familia, que además no le hace mucho caso. Y de repente un día, casi sin avisar, le visita su padre».

La distancia sentimental, ese cierto complejo de olvidados que sólo trascienden a los informativos cuando hay conflicto en la verja, determina de dos modos muy explícitos el carácter de los melillenses.

Por una parte, les inclina a la hospitalidad, como si, para ellos, cada visitante constituyese un cordón umbilical con el que asociarse a la Península y recordar que existen. Y más cuando se trata del jefe de Estado. Por otro lado, y como el abandono jamás inspiró resentimiento alguno, les enciende de un españolismo en estado puro, no tamizado por complejos fatalistas ni por escepticismos sofisticados, que en parte parece la identidad constantemente reivindicada de una ciudad marcada por su naturaleza fronteriza y el espacio vital tan chico, apenas lo que alcanza el disparo de un viejo cañón: si en los bares de Madrid hay fotografías de toreros y futbolistas, en las paredes de los de Melilla están las de la Legión y los Regulares. Por ello, el ambiente que había en la plaza de España mientras los Reyes sobrevolaban el Mediterráneo para cumplir con la aparición paternal bastaba para refutar la famosa frase de Cánovas: «Español es quien no puede ser otra cosa».

Los melillenses no querrían ser ninguna otra cosa. Ni siquiera los de origen musulmán. E incluso, mientras cada día cientos de marroquíes cruzan la verja para trabajar en la ciudad y hacerse atender en sus hospitales, y también para sustentar una cultura que es híbrida sin tensiones, tienen la convicción de ocupar una posición de vanguardia que al mismo tiempo es un polo de atracción, un poco como aquella «luminosa ciudad en la colina» con la que Reagan soñó cuando idealizaba a los Estados Unidos.

Cuando retumbaron las salvas de honor, tembló el suelo. Los melillenses echaron a volar las miles de banderitas traídas en dos camiones desde Málaga y repartidas hasta en los estancos. Melilla era un inmenso caramelo envuelto en papel rojo y gualda. Se cantaba todo lo que rimara con España: «¡Esto es España, vámonos de cañas!». Todos los comercios tenían las persianas echadas. Entre el gentío había familias completas con sus tres eslabones generacionales, algunas de ellas musulmanas y hebreas. Había chavales vestidos con la camiseta de la selección. Había tipos a los que el corte de pelo delataba como militares de libranza. Estaban los empleados de bancos, de supermercados, estaban todos. No sólo Melilla necesitaba al Rey. El Rey necesitaba a Melilla para ilustrar con semejante adhesión sin resquicios la vigencia de su valor simbólico, para compensar ciertos entuertos recientes de fotos quemadas y una deriva hacia la crónica mundana que lo estaba banalizando.

Así, ni siquiera importó que a muchos ciudadanos la visita se les antojara fugaz para tanta espera: las tres veces que los Reyes asomaron en el balcón como los cucos en un reloj les supieron a poco, los habrían tenido ahí encaramados todo el día. Y eso que, como pedía el veterano de la seguridad, el Rey se arrimó, y se entregó como es menester cuando se está en deuda.

Mientras la muchedumbre de la plaza de España se disolvía y los comercios volvían a subir las persianas metálicas, en los cafetines de lo más hondo del barrio musulmán, en los alrededores de la mezquita junto al Mercado Central, se vivía una jornada cualquiera, sin banderas en los balcones. No se sentían reclamados, pero tampoco agraviados por la visita Real. La bullanga al otro lado de la verja no había contagiado a nadie, y los hombres apuraban el té antes de regresar al trabajo.

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