Lunes, 10 de diciembre de 2007. Año: XVIII. Numero: 6567.
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LOS 'INTERROGATORIOS' DE EEUU / Damien Corsetti, miembro de la Inteligencia Militar y apodado 'El rey de la tortura' recuerda los brutales malos tratos a los prisioneros en Bagram y Abu Ghraib de los que fue testigo
«Al Farouk me miraba mientras le torturaban, y tengo esa mirada en la cabeza»
PABLO PARDO. Enviado especial

FAIRFAX (VIRGINIA).- Damien Corsetti fija sus pequeños ojos en mí y dice: «Mira, nos dejan solos en esta sala, me dan un rollo de cinta aislante para atarte a la silla, apago la luz y en cinco horas me firmas un papel diciendo que tú eres Osama bin Laden».

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Es jueves por la noche. Damien Corsetti -que, según The New York Times, era apodado por sus compañeros El rey de la tortura y El monstruo en la cárcel de Bagram, en Afganistán- está sentado tomando una copa de vino en un restaurante francés en Fairfax, en las afueras de Washington. Hace cuatro días que este soldado raso estadounidense llegó a las afueras de Washington procedente de Carolina del Norte, donde llevaba viviendo desde que en septiembre de 2006 se licenció del Ejército tras un juicio en el que fue declarado no culpable de los cargos de incumplimiento del deber, maltrato, asalto y realización de actos indecentes a los prisioneros de Bagram.

Ahora, Corsetti -que también fue investigado en el caso de las torturas de Abu Ghraib- sólo quiere poner su vida «en orden». Una tarea difícil. Porque primero tendrá que olvidar las torturas de las que afirma que fue testigo en Afganistán a presos como el líder de Al Qaeda Omar al Faruk. «Los gritos, los olores, los sonidos, están conmigo. Son cosas que se quedan con uno para siempre», recuerda.

Corsetti llegó a Afganistán el 29 de julio de 2002. El era un soldado de la inteligencia militar, no un interrogador. «Pero el Ejército necesitaba interrogadores fiables. Porque la mayoría de los interrogadores no cumplen los requisitos de seguridad. No son fiables. Así que allí llegamos nosotros». Un curso de cinco horas en Afganistán, y Corsetti, a sus 22 años, empezó a tratar de sacar información de los presos de la cárcel. Unos presos que, en su opinión, «en un 98% de los casos, no tienen nada que ver ni con los talibán ni con Al Qaeda».

Así fue como Corsetti se encontró interrogando a los prisioneros de la cárcel. Muchos de ellos, personas que no tenían nada que ver con la guerra contra el terrorismo de Bush, como su primer preso, cuyo nombre todavía recuerda: Khan Zara. «Era un campesino y cultivaba opio. Pero estuvo tres meses hasta que nos lo dijo. ¿Sabes cómo lo descubrí? Por sus manos. Tenía las manos llenas de callos. Esas no son las manos de un terrorista».

Otros prisioneros incluyen a un agricultor que había puesto minas en su finca para matar a su vecino, con el que tenía una disputa familiar inmemorial, y un afgano que tenía bombas en su casa para pescar en el río. Era gente como Dilawar, un taxista que fue detenido en 2002, que no tenía nada que ver con los talibán, y que murió tras cuatro días de palizas propinadas por los soldados estadounidenses.

Porque Bagram es una cárcel muy dura. «Cada preso tiene en su celda una alfombra de 1,2 por 2,5 metros. Y se pasa 23 horas al día sentado en ella, en silencio. Si habla se le encadena al techo durante 20 minutos y se le ponen visores negros para que no vean y cascos en los oídos para que no oigan. Se les baja al sótano una vez a la semana, en grupos de cinco o seis, para ducharles. Está hecho para volverlos locos. Yo casi me volví loco», recuerda Corsetti. Aparte de esas celdas normales, en el sótano de la cárcel hay seis celdas de aislamiento, más dos habitaciones para lo que el ex soldado califica de «huéspedes especiales».

Pero Bagram tiene un inframundo en el que la CIA tortura a los líderes de Al Qaeda. «Un día fui a una sesión de interrogatorios. Y nada más llegar, supe que aquél no era un caso normal. Había civiles, entre ellos un médico y un psiquiatra. El preso se llamaba Omar al Farouk, un líder de Al Qaeda en Asia que había sido traído a la cárcel por una de esas agencias», recuerda Corsetti. «No quiero entrar en detalles, porque podría ser muy negativo para mi país. Pero fue apaleado brutalmente, a diario. Y torturado por otros métodos. Era un mal hombre, pero no merecía aquello». Al-Farouk se escapó de Bagram en una acción que, según algunos, fue consentida por EEUU, y fue muerto en abril de 2006 por los británicos en la ciudad iraquí de Basora.

Corsetti afirma que nunca tomó parte en las torturas: «Mi único trabajo era sentarme allí y asegurarme de que el preso no moría. Pero hubo varias veces en las que creo que estuvo a punto de morir, cuando le interrogaba esa gente que no tiene nombre y que no trabaja para nadie en particular. Es increíble lo que resiste un ser humano». Una resistencia similar a la del recuerdo de aquellas sesiones de tortura. Porque Corsetti, veterano de dos guerras, afirma: «He visto a gente morir en combate. He disparado a gente. Eso no es tan malo como ver a alguien torturado. Al Farouk me miraba mientras le torturaban, y tengo esa mirada en la cabeza. Y los gritos, los olores, los sonidos, están conmigo. Es algo que no puedo asimilar. Los gritos de los presos llamando a sus familiares, a su madre. Recuerdo a uno que llamaba a Dios, a Alá, continuamente. Tengo esos gritos aquí, metidos en mi cabeza».

«En Abu Ghraib y Bagram los torturaban para hacerlos sufrir, no para sacarles información». Y es que a veces, las torturas no tenían otro objetivo que «castigarlos por ser terroristas. Los torturaban y no les preguntaban nada». Ese es el caso de la práctica conocida como «el submarino»: simular el ahogamiento del preso. «Los tienen encapuchados y les echan agua encima. Eso hace muy difícil respirar. Yo creo que uno no se puede morir con el submarino. Desde luego, nunca vi a nadie que se muriera. Eso sí, tosen como locos, porque están totalmente sumergidos en agua, y ésta va a sus pulmones. Tal vez lo que sí te pueda provocar es una neumonía grave». Los civiles que participaban en los interrogatorios usaban el submarino cuando querían. Se lo ponían durante cinco o 10 minutos y no preguntaban nada».

Otras torturas incluían usar el frío y el calor extremos. «Recuerdo a uno de mis prisioneros temblando de frío. Sus dientes castañeteaban sin parar. Le puse una manta encima, y luego otra, y otra más, y los dientes le seguían castañeteando sin parar, sin parar, veías que aquel hombre se iba a morir de hipotermia. Pero los médicos están allí para que no mueran, para poder seguir torturándolos un día más». Otras veces, «los ponían bajo luces cegadoras que funcionaban de modo mecánico dando fogonazos».

«Van a matar a tus hijos»

Un capítulo importante era el de las torturas psicológicas, administradas por psiquiatras. «Les dicen que van a matar a sus hijos, violar a sus mujeres. Y ves en sus caras, en sus ojos, el terror que eso les provoca. Porque, claro, nosotros lo sabemos todo de esta gente. Sabemos los nombres de sus hijos, dónde viven, les mostramos fotos de satélite de sus casas. Es peor que cualquier tortura. Eso no es moralmente aceptable en ningún caso. Ni con el peor terrorista del mundo», recuerda Corsetti, antes de añadir: «A veces poníamos a algunas de nuestras mujeres [las militares de EEUU] en burkas, y las hacíamos pasar por la sala de interrogatorios y les decíamos: 'Esa es tu mujer'. Y el prisionero se lo creía. ¡Cómo no se lo iba a creer! Teníamos a esa gente sin dormir durante una semana entera. Después de dos, tres días sin dormir, te lo crees todo. De hecho, era un problema. Los intérpretes no entendían lo que decían. Los presos tenían alucinaciones. Porque, claro, eso no es como si tú o yo estamos tres días sin dormir de marcha. Yo he estado cinco días sin dormir de marcha. Pero esto es diferente. Estás en una celda en la que te dejan dormir sólo un cuarto de hora de vez en cuando. Sin contacto con el mundo exterior. Sin ver la luz del sol. Así, un día parece una semana. Tu capacidad mental queda destruida».

Para Corsetti, la única enseñanza de su experiencia como interrogador «es que la tortura no funciona. Una cosa es que pierdas los nervios y le des un puñetazo a un preso. Otra cosa es hacer esas bestialidades. En Bagram logramos enterarnos de un plan de Al Qaeda para volar docenas de petroleros en todo el mundo. Desarticulamos la trama tan bien, que sólo pudieron atacar uno, el petrolero francés Limburgh, en Yemen, en octubre de 2002. Y logramos que un tipo nos lo contara sin ponerle la mano encima».

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