Los dos hechos que ayer se produjeron en el seno del Consejo General del Poder Judicial, la concesión al instructor del 11-M de un permiso retribuido para abandonar su juzgado y marcharse cuatro meses a París, y el «amparo» otorgado al presidente del tribunal que juzgó el caso en tanto que fuente de información del libro de su esposa, llenan de oprobio a la judicatura. Es vergonzoso que los dos magistrados más directamente implicados en el esclarecimiento del mayor atentado de la historia de España se estén aprovechando personalmente y con descaro de su papel, cuando aún no ha transcurrido ni mes y medio desde que se hizo pública la sentencia. Uno, para irse por iniciativa propia a Francia con todos los gastos pagados. El otro, para satisfacer su vanidad y contribuir a llenar los bolsillos de su mujer ofreciéndole el combustible para escribir un best-seller.
Es inconcebible que mientras Del Olmo investiga nuevas pistas del 11-M en Marruecos, como ayer adelantó EL MUNDO, es decir, al mismo tiempo que el magistrado asume que el asunto no está ni mucho menos cerrado, se busque él mismo una excusa para abandonar sus pesquisas y embarcarse en un estudio teórico sobre las dificultades de instruir «casos extremos» en una institución francesa. Y más ilógico es que el CGPJ le dé su venia. Juan del Olmo se dedicará a sus análisis en el Institut des Hautes Etudes sur la Justice cobrando el sueldo íntegro de la Audiencia Nacional -o sea, de las arcas públicas- y las dietas correspondientes para manutención, alojamiento y desplazamientos.
El caso de Bermúdez no es menos escandaloso. El Servicio de Inspección del CGPJ ha concluido que procede archivar el asunto porque en el libro que escribió su esposa no se revelan datos indebidos. En su argumentación apela al artículo 120 de la Constitución, que determina que las actuaciones judiciales «serán públicas». De lo que se desprende el absurdo de que, no sólo no ha sido inadecuado alimentar ese libro -que han criticado el juez Alfonso Guevara, compañero de Bermúdez en el tribunal del 11-M, y las tres principales asociaciones judiciales-, sino que hay que agradecer su publicación y ha de ser un ejemplo a seguir.
Si este disparatado criterio es aceptado por la Comisión Disciplinaria del CGPJ, habrá de considerarse a partir de ahora que es lícito e incluso recomendable que los jueces revelen las conversaciones que mantienen con el resto de miembros del tribunal durante un juicio y que sus familiares o allegados las conviertan en material para la imprenta. Lógicamente, es un desatino que sólo podría contribuir a generar desconfianza entre los propios magistrados y a obstaculizar el desarrollo de su trabajo. En ese caso, lo congruente sería eliminar como falta la revelación de información judicial reservada.
Lo descorazonador es que el ejemplo Garzón ha calado en la Audiencia Nacional, con magistrados estrella que protagonizan libros en los que descubren datos de los asuntos que instruyen, y con magistrados viajeros y becados. Y ello a la sombra del órgano que debería velar ante todo por la respetabilidad del poder judicial. Con ejemplos así, no es extraño que cunda entre la opinión pública el descrédito de nuestra judicatura, uno de los pilares del sistema democrático. Ni adrede se podría hacer peor.
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