Domingo, 30 de diciembre de 2007. Año: XVIII. Numero: 6587.
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UN ASESINATO ANUNCIADO / Análisis de la situación
Despotismo militar y anarquía en Pakistán
TARIQ ALI

Incluso quienes hemos sido críticos feroces de la conducta y la política de Benazir Bhutto, tanto en su etapa en el Gobierno como en los últimos meses, estamos sobrecogidos y encolerizados por su muerte. Una vez más, la indignación y el miedo asolan el país.

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Una extraña coexistencia de despotismo militar y anarquía ha creado las condiciones que condujeron a su asesinato en Rawalpindi. El Gobierno militar se instauró para que preservara el orden y es lo que hizo durante algunos años. Ya no. Hoy crea desorden y fomenta la anarquía. ¿De qué otro modo se puede explicar el despido del presidente y otros ocho magistrados del Tribunal Supremo por intentar que la policía y los agentes de Inteligencia del Gobierno tengan que responder ante los tribunales de justicia? Sus sustitutos no tienen espíritu suficiente para hacer nada, y mucho menos para dirigir una investigación como Dios manda sobre los delitos de los agentes y descubrir la verdad que se oculta tras el asesinato, cuidadosamente organizado, de una importante dirigente política.

¿Qué otra cosa puede hacer hoy Pakistán más que estallar de desesperación? Se da por hecho que los asesinos fueron yihadistas fanáticos. Es muy posible que sea cierto. Pero, ¿actuaron solos?

Benazir, según sus allegados, había tenido la tentación de boicotear esta farsa de elecciones, pero le faltó el coraje político necesario para desafiar a Washington. Tenía coraje físico de sobra, y no se dejaba intimidar por las amenazas de sus adversarios en el interior. Había acudido a un mitin en Liaquat Bagh, un conocido recinto bautizado en honor del primer ministro del país, Liaquat Ali Khan, que fue asesinado en 1953. El asesino, Said Akbar, fue inmediatamente eliminado por orden de un agente de policía involucrado en la conspiración.

No muy lejos de allí, existió una vez un edificio colonial donde se encarcelaba a los nacionalistas: la prisión de Rawalpindi. Fue ahí donde el padre de Benazir, Zulfikar Ali Bhutto, fue ahorcado en abril de 1979. El dictador militar responsable de este crimen judicial se aseguró de que el lugar de la tragedia también fuera borrado del mapa. La muerte de Zulfikar Ali Bhutto envenenó las relaciones entre el Partido del Pueblo de Pakistán (PPP), al que pertenecía, y el Ejército. Muchos militantes del partido, sobre todo en la provincia de Sindh, fueron brutalmente torturados y vejados y, en algunos casos, se les asesinó o se les hizo desaparecer.

La turbulenta historia de Pakistán, producto del control militar continuado y de unas alianzas internacionales impopulares, sitúa ahora a la elite dirigente ante una serie de graves decisiones. No parecen albergar propósitos definidos. La abrumadora mayoría del país desaprueba la política exterior del Gobierno y está irritada por la ausencia de una política interna seria en otra cosa que no sea enriquecer aún más a una elite ambiciosa y cruel de la que forma parte una casta militar envanecida y parásita. Ahora ve con desesperación cómo se asesina a los políticos delante de sus narices.

Benazir sobrevivió a la explosión de la bomba, pero fue acribillada por las balas que dispararon contra su coche. Los asesinos, con la experiencia de su fracaso en Karachi hace un mes, tomaron esta vez una doble prevención. La querían muerta. Ahora es imposible celebrar ni siquiera unas elecciones amañadas. Tendrán que posponerse, y el alto mando del Ejército contempla sin duda otra ración de control militar si la situación se pone peor, algo que sería fácil que ocurriera.

Lo que ha sucedido es una tragedia desde muchos puntos de vista. Lo es para un país que se encamina hacia desastres mayores. Le esperan precipicios e inundaciones. Y es también una tragedia personal. La familia de Bhutto ha perdido a otro de sus miembros. El padre, dos hijos y ahora una hija han fallecido de muerte no natural.

Conocí a Benazir en la casa de su padre en Karachi cuando era una adolescente a quien le encantaba divertirse, y después me encontré con ella en Oxford. No era política de naturaleza y siempre había querido ser diplomática, pero la historia y la tragedia personal la empujaron en la dirección contraria. La muerte de su padre la transformó. Se convirtió en una persona distinta, decidida a enfrentarse al dictador militar de entonces. Se mudó a un pequeño apartamento de Londres, donde discutíamos incansablemente sobre el futuro del país. Estaba de acuerdo en que la reforma agraria, los programas de educación de las masas, un sistema de salud y una política exterior independiente debían ser objetivos cruciales si había que salvar al país de los buitres, con uniforme o sin él. Sus electores potenciales eran los pobres y estaba orgullosa de ello.

Volvió a cambiar cuando llegó a ser primera ministra. En los primeros momentos, discutíamos, y, en respuesta a mis numerosas protestas, todo lo que decía era que el mundo había cambiado. No podía situarse en el lado equivocado de la Historia. De tal modo que, como muchos otros, hizo las paces con Washington. Esto fue lo que finalmente la llevó a su pacto con Musharraf y a su regreso a casa después de más de una década en el exilio. En varias ocasiones me dijo que no tenía miedo a la muerte. Era uno de los peligros que conllevaba hacer política en Pakistán.

Es difícil imaginar que esta tragedia pueda deparar algo bueno, pero hay una posibilidad. Pakistán necesita desesperadamente un partido político que se haga eco de las carencias sociales de la mayor parte del pueblo.

El partido que fundó Zulfikar Ali Bhutto lo construyeron los militantes del único movimiento de masas que ha conocido el país: estudiantes, campesinos y trabajadores que en 1968-69 lucharon durante tres meses para derribar al primer dictador militar de Pakistán. Lo consideraban su partido y ese sentimiento persiste todavía hoy, a pesar de todo, en algunas partes del país.

La horrible muerte de Benazir debería proporcionar a sus compañeros una pausa para la reflexión. En ciertos momentos puede ser necesario depender de una persona o de una familia, pero para una organización política es una debilidad estructural, no una fortaleza. El Partido del Pueblo tiene que refundarse como una organización moderna y democrática, abierta a la discusión y al debate honesto, defensora de los derechos humanos y sociales, que una a los muchos grupos e individuos dispares que reclaman desesperadamente cualquier solución decente e intermedia y dé un paso al frente con propuestas concretas para estabilizar el Afganistán ocupado y destrozado por la guerra. Esto se puede y se debe hacer. A la familia Bhutto no hay que pedirle más sacrificios.

Tariq Ali es autor de

El duelo: Pakistán en el plan de vuelo del poder americano

, que se publicará en el año 2008.

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