Las declaraciones del responsable de los Tedax hasta diciembre pasado han volatilizado la versión oficial / Ha afirmado que sus hombres revisaron todas y cada una de las bolsas de los trenes, varias veces, sin encontrar la 'mochila de Vallecas' / Los testigos desbarataron el reconocimiento de los autores materiales.
Produce bochorno. Es tremendo comprobar que el hombre que tenía a su cargo todo lo relativo a los explosivos, tras los atentados del 11-M, fuera alguien sin los más mínimos conocimientos técnicos sobre la materia. Pero, además de su incompetencia, tal vez lo más detestable sea que Juan Jesús Sánchez Manzano, el responsable de los Tedax durante la investigación de la masacre, ha demostrado en el juicio ser un jefe dispuesto a sacrificar, sin pudor, a sus subordinados.
Así lo demostró con afirmaciones tan patéticas como: Yo no lo sé, yo no lo hice, yo no lo aprobé. Para añadir que si algo se hizo mal la responsabilidad era de la jefa de sus peritos. Pídanle cuentas a ella, vino a decir.
Sánchez Manzano, en este juicio, proporcionaba titulares cada vez que contestaba a fiscales y abogados. De un plumazo, en unas pocas horas, derribó los muros imperturbables de la versión oficial. Destrozó, por ejemplo, la teoría de que fue por la tarde cuando la policía pudo llegar al piso de Leganés. «A mí me avisaron a las 12 del mediodía del día 3 de abril de 2004 para que mi grupo estuviera preparado para una intervención en Leganés».
Dinamitó una de las pruebas esenciales, la de la llamada mochila de Vallecas - hasta el juez ha decidido llamarla así-, que presuntamente se había recogido entre los restos de la estación de El Pozo. «Sí, mis hombres revisaron de arriba abajo, no dos sino cuatro veces, todos los trenes afectados, abrieron todas las bolsas antes de que se las llevaran».
Pero no vieron la famosa mochila de Vallecas. AquÉlla que se encontró en comisaría, en la noche del 11 al 12-M, procedente teóricamente de la estación de El Pozo, con una bomba y un teléfono móvil con una tarjeta por la que se llegó inmediatamente a los moritos de Lavapiés.
«¿COMO PUEDE AFIRMARLO?»
«Sí, yo sabía que era Goma 2 ECO, aunque no conocíamos los componentes del explosivo». Y tuvo que ser el propio juez Javier Gómez Bermúdez el que le sacara los colores: «Si usted dice que no pudieron hacer un análisis cualitativo de los restos de explosivo encontrados, ¿cómo puede afirmar de qué explosivo se trataba?».
Y así fue desgranando Sánchez Manzano el recorrido por las migas de Pulgarcito, destejiendo todo lo que se había dado por confirmado durante estos tres últimos años. «Sí, supimos inmediatamente que la dinamita la habían robado en Asturias, en Mina Conchita, porque hice gestiones personales para averiguarlo con representantes de la fábrica de explosivos». «Pero», le dijeron, «¿queda alguna constancia por escrito de esas gestiones?». «No», tuvo que reconocer con la voz cada vez más agrietada.
Y siguió su calvario. «Sí, a mí me llamaron a las dos de la tarde para decirme que acudiéramos a Canillas porque habían encontrado detonadores y restos de explosivo en una furgoneta».
«¿A las dos de la tarde?» «Bueno, es aproximado, no recuerdo, podían ser las dos y media». Coincide con los testimonios de quienes llevaron con la grúa la furgoneta a las dependencias policiales, pero choca frontalmente con la hora oficial de entrada de la furgoneta en Canillas que, según el acta, marca las 15.30 horas. Y qué más da, puede decir alguien. Pero da mucho porque la polémica está centrada en que en la furgoneta encontraron en Canillas muchas más cosas de las que los primeros policías que la inspeccionaron pudieron ver en Alcalá.
Y algunas rotativas empezaron a escupir papel para remarcar que la versión oficial hacía aguas de la mano de un policía al que nos habían presentado como ejemplar, un veterano de porte impecable y voz rotunda. Ahora se desmoronaba con cada afirmación. «Tal vez esté usted cansado», le comentó el juez con una corrección exquisita al ver sus titubeos y su falta de comprensión a preguntas elementales.
Y la conclusión era evidente. Sánchez Manzano, lejos de aquel mando policial de uniforme impecable que presumió de conocimientos en la Comisión de Investigación del Congreso, aparecía como un ciudadano que al verse al borde de la catástrofe, y sabiéndose ya abandonado a su suerte desde su destitución en diciembre de 2006, trataba de salvarse a cualquier precio. Venía a decir: Me habéis echado a los leones, pero yo no me voy a comer este marrón, ni oscuro ni claro.
Y comenzó a lanzar barro sobre sus subordinados. Yo no he sido, yo no autoricé, yo no sabía, yo me limité a cumplir el protocolo. Y cada cual que se las arregle como pueda.
Y en medio de aquel torrente de excusas, pasó desapercibida la frase en la que afirmó que de la furgoneta Kangoo ellos sólo se ocuparon de los detonadores y de los restos de explosivo pero que de todo lo demás, de lo que pudiera o no estar dentro, no quería saber nada. Sin duda tenía en su cabeza las frases que ha ido soltando a lo largo de estos años en su círculo reducido de amigos, en esas partidas de mus que tanto le gustan.
«QUE NO TOQUEN AL MONO»
Y sus amigos pudieron escuchar entre envidos a la grande y a la chica. «Que tiren de la cadena todo lo que quieran, pero que no se les ocurra tocar al mono». «Están dando» -los periódicos con sus publicaciones sobre el 11-M- «palos de ciego». «Tengo muchas dudas de que encontraran en la Kangoo una cinta coránica. Como mucho acepto que hubiera una carátula».
Y con esas convicciones llegó al juicio dispuesto a salvar los muebles. Y dijo lo que dijo sin darse cuenta de que con cada afirmación iba provocando un cataclismo que, si nadie lo remedia, terminará por aniquilarlo.
Atrás han quedado muchos años de servicio, 32. Pero nunca ha podido librarse de lo que aprendió recién conseguida la placa y la pistola, cuando le dieron su primer destino y lo mandaron al País Vasco para ejercer su oficio entre los más baqueteados agentes de Información. Los mismos que terminaron como cabras por el maldito síndrome del Norte. Los que recibían a las visitas pistola en la mano después de abrir desde un costado los siete u ocho cerrojos de la puerta de su domicilio.
Y fue así como aprendió las peores mañas. Fue así como interiorizó que, en su profesión, no todo debe estar expuesto a la vista del público y mucho menos a la de un juez puntilloso, imperturbable, inteligente y con la firmeza suficiente para no seguir la corriente más cómoda.
«No le entiendo. ¿Cómo puede decir que sabía qué dinamita era si no habían conseguido determinar los componentes del explosivo?».
Y un millón de preguntas más en el aire. Y todo a la vista del ojo inmisericorde de unas televisiones aparentemente marginales, que están haciendo un servicio público de primer orden a pesar del desprecio autosuficiente de las grandes cadenas.
Todo ha quedado grabado y ya nunca podrá explicar con éxito Manzano a sus nietos cómo es posible que no enviara a los laboratorios de la Policía Científica los escasos restos de explosivo que había conseguido obtener en los focos de las explosiones.
¿Cómo es posible que el juez no se lo exigiera en tres años? Cómo es posible que el ministro del Interior, en aquellos primeros días de marzo de 2004, no le dijera a alguien: ¡Quiero el resultado científico de los análisis mañana a primera hora encima de mi mesa!
UNA BOLSA, DOS BOLSAS, TRES BOLSAS
Sánchez Manzano tampoco ha podido explicar cómo pudo observar, sin pestañear, cómo sus compañeros de la Unidad Central de Información Exterior enviaban una bolsa al laboratorio para hacerle mil pruebas, una bolsa cualquiera comprada por ellos mismos en un establecimiento público, mientras él conservaba «a disposición de quien me la pidiera», la bolsa original que se encontró en la comisaría de Vallecas en la madrugada del 12-M.
La misma que sirvió de guía espiritual a la flor y nata de la policía española para llegar, en un tiempo récord en la historia de la criminología mundial, hasta los autores del mayor atentado de Europa.
Con lo fácil que hubiera sido para Manzano ir al juez y decirle sencillamente: Dejen de hacer pruebas a esa bolsa que han comprado en una tienda. Aquí tiene usted la original, pero le advierto que su valor es muy relativo porque mis hombres revisaron todas las de las de las estaciones, una por una, y le puedo asegurar que esa bolsa no estaba allí.
Pero claro, para eso había que aceptar también que la bolsa fotografiada por la cadena de televisión norteamericana ABC, la que nos enseñaron a todos los españoles, no era la que se encontró en Vallecas sino una cualquiera que había aportado uno de los policías de la comisaría precisamente para que los reporteros pudieran llevarse algo, como ya advertimos, 43 días después de los atentados en nuestro primer Agujero Negro.
Pero, a pesar de la gravedad de las afirmaciones de Manzano en el juicio, lo más lamentable fue que se escudara detrás de las faldas de una de sus subordinadas. Lo que vino a decir fue: Pregúntenle a ella señor juez. Si alguien hizo algo mal, fue ella. Pídanle cuentas y déjenme a mí en paz. Yo no sé nada de explosivos, ni soy Tedax, ni perito, ni químico, ni avalé ningún informe. Es cierto y habría que preguntarle al político correspondiente quién tomó la decisión de colocarlo en un puesto tan delicado y de tanta responsabilidad.
Y es que Manzano jamás podrá comprender a los que fueron sus hombres, aquellos que saben mantener el pulso firme a la hora de cortar el cable adecuado, cuando el corazón les late a 180 pulsaciones por minuto porque saben que están asomados al abismo de una bomba cuyo repugnante olor a odio y almendras amargas se mezcla con el de su propio sudor.
UN EXPERTO EN SEGURIDAD PRIVADA
Ahora muchos de sus compañeros recuerdan que en la comisaría de Pamplona, recién nombrado comisario, llevaba fama de fantasma y chuleta, con su pelo repeinado y sus modales de presunto Cary Grant.
Ahora que está en desgracia, se atreven a desvelar que nadie entendió por qué en 2002 el PP le nombró responsable de los Tedax cuando de lo que sabía era de Seguridad Privada. Ese fue el título de su libro, el que editó Dilex S.L. en 2001, una especie de manual de 194 páginas con normativas y cuestiones básicas sobre la materia.
Y también ahora hay quien se atreve a afirmar que las siglas de la editorial se parecen mucho a las de Dilex Seguridad S.L. una empresa que se dedica en León al transporte, depósito y custodia de explosivos. Y a las de Dílex, la distribuidora leonesa de explosivos. Si tuvieran algo que ver unas empresas con otras habría que dar un premio a alguien que relacionado con el negocio de los explosivos supo poner el ojo en un experto en seguridad privada, un año antes de que le nombraran responsable para todo España de la Unidad de Desactivación de Explosivos.
Y no falta quien, ahora, se apresura a insinuarnos que a Sánchez Manzano le concedieron una medalla por la neutralización de la bomba que unos jóvenes etarras habían colocado en el tren de Irún a Madrid, Chamartín, en la Navidad de 2003, sólo dos meses antes del atentado del 11-M. Y también comentan que en la misma ocasión se cambiaron nombres de las listas de policías participantes para que los jefes pudieran repartir las medallas con un criterio más adecuado.
El menudeo, los testigos menores del juicio, también han aportado esta semana datos muy interesantes. El lunes nos dijeron que Jamal Ahmidan era cualquier cosa menos religioso. Lo definieron como un traficante lejos de cualquier norma moral, mezclado con parientes y amigos que lo mismo vendían un coche de segunda mano que reparaban lavadoras o antenas parabólicas.
VIDEOS DE LA 'YIHAD'
Parece que ha quedado claro, después de la declaración de varios testigos, que algunos de los imputados se dedicaban a ver vídeos de la yihad, la lucha santa. Parece también claro que uno de los hermanos Almallah, el que luego se afilió al PSOE, le tenía ganas a las Torres Kio. El problema es que aquí no se trata de determinar si tenían simpatías yihadistas o si deseaban que un edificio emblemático se destruyera. Lo que el juicio tiene que aclarar es si participaron en los atentados del 11-M.
En este sentido, lo más sorprendente, una vez más, son los nuevos datos de que los imputados sabían que estaban siendo vigilados por la policía. La presunta ex mujer de Mouhannad Almallah -en el propio juicio se ha demostrado que nunca estuvo casada con él- confirmó que ella misma había llevado a la policía, un año antes de los atentados, los vídeos yihadistas que contemplaba su pareja y sus intenciones de atacar a los infieles.
Se ha dicho a lo largo de estos últimos años que las Fuerzas de Seguridad no pusieron suficiente atención en la amenaza de los musulmanes radicales. La realidad es que la célula estaba infiltrada por colaboradores policiales, tenían sus teléfonos pinchados y eran seguidos habitualmente. No se le podía poner más atención al tema. Ojalá las células durmientes que ahora mismo puedan estar en España sean objeto de una vigilancia parecida.
Ha sido interesante el testimonio de un trabajador del mercado de Lavapiés. Los fiscales insistían para que dijera que uno de los inculpados, al que conocía porque trabajó en otro puesto del mismo mercado, había dicho -como podía leerse en una declaración policial- que pretendía coger un taxi. La fiscal nos recordó que la inspectora analista de la UCI que había declarado la semana anterior aseguró que coger un taxi significaba, en el argot de los yihadistas, marchar a Afganistán para participar en un atentado suicida.
El tendero de Lavapiés dijo con toda serenidad: «A mí no me dijo que quería coger un taxi sino que quería comprarse un taxi cuando volviera a Marruecos». Y por mucho que insistieron, ya no pudieron sacarle de ahí.
EN TRES TRENES A LA VEZ
Ha sido también impresionante escuchar a los testigos que señalaron en su día a los presuntos autores materiales. Sus testimonios tenían el plus de emotividad que supone el relato de personas que el 11-M viajaban en los trenes de las bombas.
Pero tal vez por estos testimonios la Fiscalía ha recibido el revés más severo. Y es que los testigos declararon ante el juez que habían visto a Zougam en tres trenes diferentes y a la misma hora.
Una mujer le situó, sin ninguna duda, bajándose del primer convoy que salió de Alcalá de Henares a las 7.05 h. en la estación inmediatamente anterior a Atocha. Un hombre le vio con un protector nasal en el tren que había salido de Alcalá a las 7.10 h. y que luego estalló en la estación de El Pozo. Dos compañeras de trabajo aseguraron que Zougam viajaba en el que partió a las 7.15 h. e hizo explosión en Santa Eugenia.
Puede que alguno le viera, pero es imposible que fuera en los tres sitios a la vez. El jefe de Seguridad de Renfe, un antiguo inspector de Información de la época más dura de los GAL, quiso convertir a Zougam en repartidor de mochilas que bajaba y subía de un tren a otro. El problema es que, además de inverosímil, esa posibilidad choca frontalmente con la que hasta ahora ha sostenido la versión oficial: 12 terroristas con una mochila al hombro cada uno.
Basel Ghalyoun fue el más beneficiado por estas declaraciones. La única persona que le había situado en los trenes aseguró que no fue a él a quien vio aquella mañana sino a Daoud Ouhnane, precisamente uno de los huidos. El mismo que fue vigilado por la policía de Pamplona después de los atentados cuando tomaba café, todas las mañanas, en una terraza de un bar de Corella mientras leía, por cierto, EL MUNDO. Hasta que un día, ya en mayo de 2004, vio su foto en el periódico y se marchó sin dejar rastro.
Sólo por los testimonios de identificación aportados en el juicio es imposible que condenen a los presuntos autores materiales que quedan vivos. ¡Y todavía hay gente que defiende que está todo claro y que no queda nada por descubrir!