El guardia civil Campillo, el que grabó la cinta a Lavandera con la denuncia de la 'trama asturiana', ha sido jubilado / Intentaron inútilmente que cambiara su declaración para exonerar a sus mandos / En octubre de 2003, se montó en Piedras Blancas una gran operación para interceptar el tráfico de explosivos por drogas
La historia de hoy es la de un hombre sencillo y honrado. A lo largo de 35 años de profesión aprendió a pasar desapercibido, a saber escuchar y a cumplir las órdenes a rajatabla. Pero todo tiene un límite. El guardia civil Jesús Campillo traspasó la línea roja cuando comprobó que sus superiores mentían con naturalidad en un caso tan grave y sangrante como el del 11-M. Y lo peor es que querían, además, obligarle a mentir para tapar las vergüenzas de la investigación de los atentados.
Los miles de guardias civiles decentes que existen en España y, por supuesto, nuestros lectores, se merecen que desgranemos con detalle la historia de unos hechos que al fin hemos conocido en profundidad. Y todo ello en la semana en que un guardia civil ha asegurado en el juicio que la verdad sobre la procedencia de los explosivos atribuidos a Mina Conchita no la sabe «ni Dios»; y la misma semana en que mandos de la Guardia Civil han tenido nuevos accesos de amnesia para no aceptar sus propias responsabilidades.
Nos han asegurado, bajo juramento, que todas las investigaciones realizadas sobre el presunto tráfico de explosivos de los asturianos Toro y Trashorras resultaron infructuosas. Tan es así que, en otoño de 2003, y a la vista de que no había ningún resultado concreto, las pesquisas se diluyeron.
UN GRAN ZULO CON EXPLOSIVOS
Se les ha olvidado contar algo fundamental. Y es que fue precisamente en otoño de 2003 cuando las investigaciones llegaron a su punto álgido. Por eso, exactamente el 4 de octubre de 2003 se montó una operación de gran envergadura para capturar a la trama asturiana de explosivos. El teniente coronel José Antonio Rodríguez Bolinaga ha explicado ante el tribunal que la Guardia Civil no podía hacer nada eficaz contra Toro y Trashorras ya que Avilés, la localidad donde residían, era demarcación de la Policía.
Se le ha olvidado de decir que el lugar donde tenían el negocio de compraventa de coches y desde donde manejaban sus trapicheos de drogas era Piedras Blancas, donde la Benemérita tiene un cuartel principal. Fue allí donde se organizó la caza de los traficantes.
Vayamos al detalle. En la tarde del 4 de octubre de 2003 todos los hombres de la Comandancia de Gijón reciben la orden de presentarse inmediatamente en el cuartel de Cantrueces. Allí, con gran sigilo, se les dice que van a participar en una operación de envergadura. Tienen localizada la zona donde hay un gran zulo con explosivos. Es el monte que separa el aeropuerto de Asturias de la localidad de Piedras Blancas. Se tiene la certeza de que esa noche se va a proceder a una gran entrega de material explosivo a cambio de droga. Es preciso neutralizar la operación y capturar a los integrantes de las dos bandas.
La comandancia de Gijón demuestra que conoce la importancia del asunto, ya que ordena que se presenten en Piedras Blancas los 14 hombres del Grupo de Información con su responsable, el teniente Gómez al frente. Van de paisano con coches camuflados, pero les advierten de que lleven cargadas al máximo sus pistolas de nueve milímetros, M30, en cuyos cargadores pueden alojarse 16 cartuchos. También se les pide que lleven chalecos antibala. Lo mismo sucede con el Grupo de la Policía Judicial de la comandancia. Da la casualidad de que su responsable, el teniente Montero, no está de servicio esos días. Se llama a todo el equipo Tedax, los encargados de desactivación de explosivos. Acuden también al operativo los del grupo GIFA, los antidroga. Se llama a las unidades caninas y llegan las furgonetas con perros especializados en detectar explosivos y perros capaces de detectar drogas.
Como protección suplementaria, acude también una sección del Núcleo de Reserva. Son guardias civiles con armas largas entrenados para la intervención rápida. A todos se les pide que lleven el armamento al completo y que tomen todas las medidas posibles de protección.
A éste grupo que llega de Gijón se une la plantilla al completo del cuartel de Piedras Blancas. Se monta allí el cuartel general de la operación. Los oficiales entran y salen mientras los guardias, con el nerviosismo lógico, matan el tiempo de espera tomando unos pinchos en el bar de enfrente. Todo comienza alrededor de las 20.00 horas, cuando ya estaba oscureciendo.
Los mandos están esperando una llamada telefónica. Algunos dicen que es de Ponferrada, otros la sitúan en Galicia. La cosa va en serio, ya que se han solicitado incluso visores nocturnos. El bar cierra antes de las 00.00 horas y aún no se ha resuelto nada. Precisamente por tratarse de Piedras Blancas, entre los guardias salen a colación nombres como los de Toro y Trashorras. Se estaba pendiente de una llamada del ex minero, pero nadie sabía situar para qué bando trabajaba. Al fin iban a terminar con éxito la investigación de los explosivos que venía coleando desde 2001. La operación Pipol, la de la Policía, sólo había servido para acusarles de tráfico de drogas pero, inexplicablemente, se había dejado al margen todo el asunto de los explosivos.
MAS DE 100 HOMBRES EN ARMAS
El operativo lo mandaba el teniente Rubén, de Piedras Blancas. Su segundo era el alférez Lobo. También estaba allí el capitán Bermejo, de la compañía de Avilés. Las órdenes habían partido de la Comandancia de Gijón. Su responsable era el teniente coronel Bolinaga. Un movimiento de fuerzas de esa dimensión es poco razonable que se hiciera sin el conocimiento del responsable de la zona, el coronel Pedro Laguna, e incluso sin autorización de la delegada del Gobierno, Mercedes Fernández.
La gente se impacienta. Se extienden rumores de que habría que patear todo el monte después de que se formara una jaula en torno a él. Algo no funciona. El secretismo ha sido absoluto, pero son más de 100 los hombres armados reunidos en aquel entorno. Es prácticamente imposible que pasaran desapercibidos.
Se corre el rumor de que los traficantes han recibido un chivatazo y no se van a presentar. Pasadas las 02.00 horas, el teniente de Información Gómez recibe una llamada en su teléfono móvil. Algo ha fallado definitivamente. Tras una reunión de los oficiales, y a eso de las 03.00 horas se dice que la operación ha terminado y que hay que desmontarlo todo. Los Tedax reciben órdenes de ser los únicos que deben quedarse en la zona.
De esa operación, realizada el 4 de octubre con el mayor despliegue que se recuerda en la zona, no ha quedado ni rastro. No tiene nombre, no hay nada escrito, la prensa nunca se enteró, no hubo ninguna constancia en los juzgados. Pero el hecho cierto es que, tan sólo cuatro meses antes de los atentados, se buscaba desmantelar cerca de Avilés una importante banda dedicada al tráfico de explosivos a gran escala. Alguien debería explicarnos en qué consistió, cuáles eran las fuentes y por qué tuvo que desmantelarse en el último momento.
Muchos de los más de 100 guardias que participaron en el operativo se acordaron de aquel monte y de aquella noche cuando supieron de la estrecha relación acreditada entre Emilio Suárez Trashorras y el policía Manuel García, el responsable de la lucha antidroga en la comisaría de Avilés. Podría ser interesante que un juez revisara las llamadas de Toro y Trashorras en la noche del 4 de octubre de 2003.
DOS CINTAS DIFERENTES
Jesús Campillo, el guardia de Información que grabó a Francisco Javier Lavandera su denuncia sobre la existencia de la banda de tráfico de explosivos de Avilés, en agosto de 2001, está indignado con las declaraciones de sus mandos en el juicio.
El teniente Montero, el responsable de la Policía Judicial de Gijón cuando los atentados, ha dicho, por ejemplo, que se grabó una segunda cinta a Lavandera, pero que su contenido no difería en nada de la de Campillo. No es cierto. Tenía una diferencia esencial. En esa segunda cinta, grabada en septiembre de 2001, Lavandera se ofrecía a la Guardia Civil para hacer de gancho. Quería hacerse pasar por comprador de la dinamita, con supervisión de un juez, para capturar a los traficantes con las manos en la masa. No se lo aceptaron.
Campillo tenía en su conciencia que no habían hecho lo suficiente para evitar el 11-M. No se lo comentó a Montero, como dijo éste en el juicio, sino a Bolinaga, el teniente coronel de su Comandancia.
Todo empezó un día en que Campillo estaba de servicio en el entorno de protección de la Reina Sofía, en el aeropuerto de Avilés. El capitán de la compañía de esa localidad fue quien le preguntó qué pasaba con su cinta, la que grabó a Lavandera. Había aparecido en el cuartel de Cancienes. «Pregúntale a tu teniente» -el de Información-, «que es quien tuvo que ir ayer a buscarla desde Gijón».
Campillo se sintió traicionado por sus superiores, ya que nadie le había comentado nada. De vuelta a su Comandancia, pidió explicaciones a un brigada. Campillo decía que la cinta era suya y que quería recuperarla. Se lo comentó al teniente Gómez, quien le respondió que se olvidara de esa cinta: «Te lo pido por favor. La tiene el teniente coronel Bolinaga en su caja fuerte. Olvídate de ella».
Campillo argumentó que tenía que estar en su poder o en un juzgado. La cinta podía salir a la luz pública, y entonces podía ocasionarle problemas. Arremetió contra el teniente Montero porque, a pesar de tener la cinta y de su insistencia en la importancia que podía tener la denuncia de Lavandera, no había hecho nada -en su opinión- por averiguar la verdad. Tanto insistió en sus quejas que al final lo recibió en su despacho el teniente coronel.
Campillo le expuso que tenían que devolverle la cinta ya que era suya. «Mira Campillo», le contestó Bolinaga, «no te voy a dar la cinta. La ha tenido un guardia durante un año y medio. Ahora que se ha encontrado en Cancienes no va a pasar nada porque yo ya sé quién es el guardia. Es buena gente y no va a haber ningún problema. Estate tranquilo porque la tengo yo. Cuando pase un tiempo, un año o dos, te voy a llamar y la destruimos. Mira, no te la puedo dar porque el guardia, al entregársela a su sargento, le ha hecho firmar un recibo. El sargento ha hecho lo mismo con tu teniente, así que se tienen cogidos por los huevos». Bolinaga aseguró que la cinta no tenía ninguna trascendencia. Pero entonces -razonó Campillo-, ¿por qué la guardaban en un sobre lacrado y en la caja fuerte?
Campillo no cedía. Le insistió en que tenía que estar en su poder o en la Audiencia. Bolinaga le dijo al teniente Gómez que le pagara lo que valía la cinta virgen y que no se hablara más.
«NO ME HIZO CASO NI DIOS»
El guardia volvió a la carga un par de días después. Pidió en la centralita hablar con Bolinaga y éste bajó a verle en bata y zapatillas. Campillo volvió a recriminarle que no habían hecho nada por evitar el 11-M. Bolinaga le contestó que habían hecho lo que habían podido y que se olvidara. «No es verdad, mi teniente coronel. Yo me enfrenté al teniente Montero por ese tema y ni Dios me hizo caso».
Fue al día siguiente cuando Campillo recibió un escrito del servicio de psicología. Le llevaron en coche oficial a Oviedo y tuvo que rellenar durante tres horas las hojas de evaluación. Nunca le dieron los resultados de los test.
Llegó una mañana, muy temprano, a la oficina, y se enteró por un compañero de que la cinta se había publicado y que la estaban dando en la Cope. Ahí empezó su calvario.
El coronel Búrdalo había sustituido a Laguna al frente de la Zona de Asturias. A Laguna le habían ascendido a general. Búrdalo llamó a Campillo y le trató con mucha cortesía. Éste se extrañó de que le leyeran sus derechos, pero firmó una extensa declaración y el coronel le dijo que le habían dado muy buenas referencias de él, que no se preocupara más y que, si tenía algún problema, le fuera a ver.
La declaración no gustó en Madrid. Búrdalo volvió a ver a Campillo, pero esta vez a cara de perro. Le presentó una nueva declaración y le conminó a firmarla. «Piénsalo bien. Vas a cambiar la declaración. ¿Sabes lo que te estoy diciendo, verdad? Si no lo haces, te vas a arrepentir».
Campillo se negó en redondo. Mantuvo su primera declaración. El 16 de noviembre la ratificó ante el juez Del Olmo. Denunció la situación más tarde ante el juez togado militar que acudió a Asturias para aclarar los hechos. A Bolinaga lo destituyen por no haber entregado la cinta al juez.
Aprovechado su viaje a la Audiencia Nacional, le requisaron de su armario la pistola reglamentaria, su pistola personal del nueve corto y un rifle del 22. Meses más tarde, cambiaron las llaves de la oficina para que él no pudiera tener acceso. Su carrera se había terminado. El médico de cabecera le firmó una baja. En abril de este año le ha llegado la comunicación oficial de su jubilación.
A Campillo casi se le saltan las lágrimas cuando lo recuerda. Según ha contado a sus amigos, a Búrdalo sólo le faltó pegarle. Le insultó gravemente y le dijo que se iba a acordar de él si no cambiaba la declaración. No lo hizo y no se arrepiente, aunque eso supuso que le echaran como a un perro después de 35 años de servicio. «Si en algo que yo podía comprobar del 11-M se comportaron así», ha comentado a sus íntimos, «no quiero ni pensar lo que habrán hecho en otras cosas».
La última humillación la ha recibido hace una semana. Le han quitado también el carné de conducir.
Solo y sin más porvenir que sus paseos por Gijón, asiste atónito a las declaraciones, bajo juramento, de unos jefes que se contradicen, se culpan unos a otros y escamotean su responsabilidad. No recuerdan nada. Pero ésta es la pequeña historia de un hombre honrado cuyo delito fue grabar una cinta que, bien manejada, hubiera podido, tal vez, evitar los atentados.